Vicente Verdú
Tener una pareja suele ser una bendición puesto que la solidaridad y la compañía curan de casi todo. Pero, efectivamente, puede convertirse en una maldición si la relación se pervierte, y sea por desentendimiento o por avidez la interacción va dañando a cada uno y los transmuta en sus peores figuras humanas. El mal y el bien se relacionan tan estrechamente que con pasmosa facilidad hay quien promueve lo mejor o lo peor de uno mismo dentro de la relación. Si es mejor estar solo que mal acompañado el refrán alude al dolor que una torcida compañía puede imbuirnos mientras la soledad, siendo indeseable, puede comportarse sin embargo como una cicatriz muy bien cosida y en cuyo interior, aún no siendo felices plenamente, se consigue una consistencia que, con tiempo y la costumbre, deriva en paz. Hay innumerables gamas de bienestar entre estar benéficamente acompañado a sentirse podrido en soledad pero es indudable que la pareja, ese artefacto potente y cimero, es un factor decisivo para decidir el color de la combinación entre dos. Del negro al blanco, del violeta al amarillo, del azul al rojo. El cuadro de una relación es un módulo removible que de prestar felicidad naturalmente llega, mediante inesperadas luces, a constituirse en un demacrado tormento para el indefenso corazón.