Vicente Verdú
La existencia de Dios se apoya indefectiblemente en la permanencia de la injusticia. Los hechos de los hombres reciben en este mundo un tratamiento tan desigual, arbitrario y en desacuerdo con su valor real que se clama por el advenimiento de una redención que traiga e instaure la injusticia. La espera de Dios es el anhelo de Justicia. Con la llegada de Dios funcionaría una suerte de autoclave donde los materiales de diferente clase se depurarían, mostrarían su olor, su aspecto y su influencia tal cual corresponde a la sustancia primordial de que vinieran hechos. Lo feo y lo bello, lo recto y lo torcido, lo noble y lo innoble, quedarían seleccionados en su apropiada verdad y bastaría su naturaleza ara desencadenar efectos consecuentes con su mérito.
Dios sería como la fábrica de la Gran Transparencia y Él mismo un túmulo a través del cual los hechos, físicos o morales, saldrían lanzados hacia la formación de un orden justo.
Lo justo posee en su interior dos significados unidos: el de la exactitud misma y el de la justicia ajustada a derecho. Así, la exactitud y la virtud de la justicia llegan a ser una misma entidad en el supuesto reino divino donde la diafanidad perfecta encaja las piezas y bendice su engaste como base del movimiento universal.
Cada valor recibe el precio de su don y los vicios el precio de sus desviaciones, siendo unos y otros piezas de un cosmos donde la vida se vuelve benéfica dentro de su relación general con el sistema.
El sistema de Dios crearía esta suerte de paraíso que luce en cuanto tal por comparación con el mundo siempre inmundo y en donde las brozas confunden, las riquezas se distribuyen sin ton ni son y la justicia posee un movimiento tan azaroso como irregular, descabalado o sin eje.
El eje, la eje-cutoria definitiva sólo puede esperarse del dominio de un Juez supremo, exento que sobrevuele conspiraciones, intrigas, ignominias y sea, al cabo, como el reino de Dios. En el reino de Dios sólo Dios habita. Y ese reino actúa como un espacio de cristal que convierte en luz inconfundible lo que trata. Luces blancas, luces turbias, luces de baja y alta intensidad, luces que nacen de la generosidad y otras de la podredumbre. El cuadro general del mundo se plasma en ese lienzo de diferentes tonos que Dios contempla y tasa, pincelada a pincelada, fragmento a fragmento, minuto a minuto. Sin esa mirada, como ahora viene sucediendo, el cuadro deja de poseer sentido y su sinsentido desarbola la razón, deshace la proporción, maltrata la concordancia, impide el dichoso y ajustado dictamen de Justicia.