
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
De expresarse sobre un determinado asunto de una manera serena a gozar, voluptuosamente, de una abordaje violento discurre un mundo. El tajante reproche al otro, el extremo juicio sobre uno mismo, la precipitada decisión de ruptura o de inmersión, tatúan decisivamente el futuro. Entre la actuación de una mente más o menos fría a la de otra en plena ignición se despliegan consecuencias tan dispares como irremediables.
La fuerza de la agresividad agresiva contribuirá a abrir o abatir portones que permanecían cerrados pero también, inesperadamente, el tren de la agresividad sobrevenido de un viejo rencor, el súbito sufrimiento de una injusticia o la insoportable torpeza del prójimo llevan, a través de la reacción violenta, a desbaratar el panorama precedente, partirlo en pedazos y arrojarnos, acaso, en un imprevisible vertedero. La ira ciega los ojos. Los ojos que la ira ciega son incapaces de vislumbrar el extraño abismo del porvenir y el porvenir se transforma en un presente activo que se nos echa encima como una fiera nacida de los nuevos espacios sin control. Porque qué violencia de alguna calidad estimable, qué fiera, admite control. Pero, a la vez, amando la embriaguez de la cólera, ¿cómo compaginar el vivo sabor de lo violento con el posterior paladar de lo cabal? La violencia se desborda y en sus manos, generalmente, deformadas por el fuego, el objeto se hace trizas. El conflicto se complica de este modo aún más puesto que ninguna violencia contribuye a desalojar una tara sino que se alía naturalmente con la turbulencia y nos embolica, nos hace ser la desdichada música rota, la materia en pedazos, de todos los episodios que vivimos con permanente dolor.