Vicente Verdú
Hace menos de una semana que vi en la tele El ángel exterminador pero hoy he sufrido su representación en casa. A las ocho y media he tratado de salir del piso para comprar el periódico y a diferencia de todos los días a la misma hora la puerta se ha resistido implacablemente. Se trataba de la misma puerta de la noche anterior, la puerta familiar y de la propia familia pero de forma inesperada ha manifestado su voluntad pétrea, antagonista, irreductible. Nunca antes vimos en ella la menor señal de autonomía o de ligera oposición. De ninguna manera podría ocurrírsenos que un cerrojo tan dulcemente engrasado expresara una agresividad tan dura como imprevista, efecto acaso de numerosos resentimientos apilados en el tiempo y compactados mediante subordinaciones y dolorosas obediencias.
¿Qué puede recriminarnos la negación de esta puerta blindada? La impotencia para acceder a su lenguaje interior y, a aún más, a las características particulares de su vida, convierten este accidente en una situación inquietante y su muda expresión en un trauma del tamaño al menos de la hoja y del considerable peso que posee su alma. Su terquedad se opone al giro habitual de las llaves y no responde a ninguna consideración lógica, como parece lícito y cruel a la vez. ¿Merecemos en consecuencia esta conducta? No cabe la menor duda de que la merecemos sin importar los precedentes pero conocer actualmente el mal que le habremos infligido queda fuera de nuestras capacidades humanas. Su acción procede de una dinámica cuyo sentido sólo cabría explorar en el sistema donde se despliega la vida y el lenguaje peculiar de los objetos. Un dialecto inaudible al que los humanos somos extraños y donde nuestra conducta es tanto juzgada como sancionada. El objeto nace para cumplir una función unívoca pero, a menudo, nosotros confundimos su ser con su función tal como si su existencia no consistiera más que en servicio. De este oprobio constante nacerá su odio. De este desdén surge su terminante. Su cierre de esta mañana, sin revelar el porqué de la razón. ¿O sí? Porque, siendo parte de un ángel exterminador, ¿cómo no sospechar que fuera consciente del momento elegido para cortar el paso, de la desazón que ha provocado y del consecuente temor al mal? ¿No será, en fin, la rotura, el recuento de todo ello? ¿La voz sin luz que habla en la profundidad de la avería?