Vicente Verdú
El ojo del observador trastorna indefectiblemente la objetividad del objeto que se observa. Pero, entonces, ¿cómo hallar alguna vez la objetividad real?
Desde la pupila a la lente de aumento, desde el microscopio a los telescopios electrónicos la cosa se estremece tan pronto se posa la vista en ella y de ese temblor aparece un ser distinto, un ser que cambia o se maquilla inmediatamente para aparecer como una inevitable cosmética del mismo objeto. De ese objeto primordial supuestamente inerte, pero que depende (¿coquetamente?) para existir de ser mirado o no.
De este modo, todo cuanto se sabe del mundo, de lo grande y de lo más pequeño es una imagen afectada. El investigador ingresa en el campo de lo investigable y descompone con su presencia el elemento a investigar. Sabemos pues de la realidad no gracias a su esencia sino en virtud de su arbitraria apariencia. La semblanza que nace del objeto al ser enfocado.
Pero siendo esto así, igualmente cabe suponer, que retirado el investigador de la escena, ausentándose de su ámbito, el elemento recobraría su condición primera y reharía su vida en puro silencio y soledad. Volvería a caracterizarse como el ser que vivía exclusivamente para sí o sólo exclusivamente para relacionarse con otros elementos igualmente exentos y privados de la visión humana.
Nuestra visión los contamina, los colorea, los modifica, los intimida. Su intimidad, sin embargo, equivale a una nada solitaria o una no existencia histórica o científica. Preexistirían pero no existirían puesto que sólo existen en su relación con el quehacer científico que los expone, los trastorna y los alienta, les da a conocer a la vez que los disfraza, los enferma o los aberra para hacerlos vivos.
Pero así ocurre también con la escritura. Nos disponemos a observar y transmitir lo que sentimos o averiguamos pero aquello que sentimos o averiguamos toma su propio cariz al ser rozado por el texto. Son necios, demasiado necios, esos escritores que aseguran tener todo el libro en la cabeza y sólo les falta ponerse ante el teclado. La escritura no se limita a transmitir, crea "literalmente" la literatura, libra el libro. La escritura se presenta y reinventa el asunto al producirlo; en ello radica su supremo interés de escribir.
Pensar que de antemano conocemos y basta sólo transcribir el conocimiento adquirido mediante el texto escritas equivale a ignorar tanto la naturaleza de la escritura como del conocimiento. Conocemos palpando, deformando, contaminando, sintiendo, humedeciendo, calentando, revolviendo. La escritura constituye precisamente uno de los instrumentos más proclives a la deformación espontánea y ese es el autónomo motor de su quehacer. Basta ponerse a escribir para comprobar que la escritura actúa como un ser vivo que pace, come, copula, curiosea o se tima con el tema. De ese modo el resultado es, en una medida incalculable, responsabilidad del estilo. Porque será el estilo -el estilete- quien elija y decida, quien, por su cuenta, extraiga o deseche el objetivo a entregar. Más aún: llevado a su extremo, el objetivo final de la escritura no será realmente el objeto que se pretende escribir sino la final escritura como objeto. ¡A quién podría ocurrírsele otra cosa!