Marcelo Figueras
Parafraseando al Rick Blaine de Casablanca: siempre tendremos a Les Luthiers. Pase lo que pase, aunque suene The Wall o suene Wall Street, a nosotros (we happy few, diría Henry V) nos quedará de por vida el recurso de recordar momentos de Mastropiero que nunca o de exponerse al ridículo imitando al tenor Tulián en Voglio entrare per la finestra, conscientes de que mientras cantemos las piezas de López Puccio, Maronna, Mundstock, Núñez Cortés y Rabinovich, jamás conoceremos la soledad.
A esta altura del partido, la cofradía luthierística es numerosísima y existe en todas partes. En Ecuador, el escritor Andrés Neuman y yo torturamos a nuestros amigos entonando un popurrí de la Cantata de Don Rodrigo Diaz de Carrera… y encontramos nuevas voces que nos hacían eco. El fin de semana fui a ver el nuevo espectáculo titulado Luthierapia con Juan Gabriel Vásquez (cuya Historia secreta de Costaguana, por fortuna, está editándose en la Argentina), y en el rincón del teatro para el que conseguí entradas -allá al fondo, junto a la pared del costado: menos mal que Juan Gabriel había llevado sus binoculares invisibles-, nos descubrimos rodeados de extranjeros que también disfrutaban de la velada a pesar de las complicaciones linguísticas: ¡gente que hablaba en inglés y le traducía a otra los chistes a medida que sonaban!
Luthierapia utiliza el hilo conductor de las sesiones que el psicoanalista ‘diplomado aunque sin ejercicio’ de Mundstock dedica a un atribulado Rabinovich. Los números musicales y el humor ya suenan más que familiares, después de tantos años, pero de todos modos siempre se las ingenian -pocos verbos les resultan más adecuados- para poner en juego algunas fichas nuevas: en este caso, la reducción ad absurdum de la postura antiabortista de la Iglesia en El día del final (¿cómo impedir el nacimiento del Anticristo, sin apelar a algo parecido a ‘la píldora de los nueve meses después’?) y una ‘cumbia epistemológica’ nacida de un error de Mastropiero -otro más y van…-, en la que un ritmo digno de Los Wawancó logra encajar versos inspirados por Wittgenstein y Erasmo de Rotterdam.
Los entrevisté tan sólo una vez, años atrás. La velada fue un placer, superado tan sólo por el descubrimiento de que eran tan brillantes y agradables en privado como arriba del escenario. Y encima Mundstock me acercó a mi casa en su auto…
Ojalá sean tan eternos como Mastropiero.