
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
La fórmula maestra para saber si una obra de arte es una obra maestra consiste en preguntar el precio. No es necesario, ni orientativo contemplar la obra de arte, admirarla o rechazarla. El arte ha perdido su propia naturaleza y ha sido sustituida por la naturaleza contable del dinero. Que el objeto supuestamente artístico nos hable o no, nos emocione o nos deje indiferente es irrelevante si el estímulo parte de la obra en sí. Lo que posee elocuencia y capacidad de estremecimiento importante es su cotización.
Igualmente, la vieja idea de que el arte comportaba una íntima comunicación entre artista y receptor ha perdido tanto sentido como ha ganado en cursilería puesto que la obra no habla por sí o, en ciertos casos, posee una mordaza circunstancial, dependiendo de las modas. Quien habla y cuenta es la institución del mercado. Cuenta numéricamente y le concede tanto existencia como expresividad.
De este modo no cabe ya hablar de artistas honestos o deshonestos, auténticos o falaces, genios o tipos vulgares. Todo ese mundo en que se apuntalaba el valor del arte ha ido perdiendo sentido y sensibilidad. Lo significativo de la obra es su precio y, obviamente, tanto más cuanto más alto es.
De este modo, como suele ser habitual, las obras de arte pueden ser tratadas con el lenguaje deportivo de los records seas en las pujas o en las estimaciones de los expertos. Son así susceptibles de componer una lista de hits puesto que pueden ser colocadas unas tras otras como en la Liga o en la Premier. El nivel del precio es semejante a un imaginario nivel de excelencia secreta.
¿Quien tiene la clave? El mercado la tiene gradualmente desde hace tiempo puesto que es una norma común que los cuadros de unos u otros artistas se vendan con mayor o menor tarifa según los centímetros de tela que se expendan.
Esta cuantificación que operó más o menos discretamente y en y en atención a las medidas de lienzo, ha dado un salto hacia la visibilidad de la cantidad tanto como a la invisibilidad de la cualidad. La cuantificación ha desbordado la tradicional condición estética hasta hacerse una estética de lo mercantil. De este modo la idea actual de arte se enrosca en sí misma y se desprende finalmente del objeto a la manera que sucede en otros campos del "capitalismo de ficción". El precio de la obra llega a ser tan alto que multiplica el deseo del cuadro. O bien, llega a ser un precio tan desorbitado que alcanza a ser capaz de elevar la obra al orden de lo catastrófico o lo sobrenatural. Fuera de órbita, fuera de la razón, fuera de la estética, el arte constituye hoy la manifestación más perfecta del fin del mundo conocido. Un paso más y casi cualquier cosa es crecientemente intangible, inefable e irreal. Concretamente en el caso del arte se ha consumado el fenómeno de su disipación total y la ocupación de su sede, supuestamente inalienable, por el proverbial anuncio de la nueva y más alta tasación. ¿Comprar buen arte? ¿Quién se atrevería a hacerlo si no el objeto no tuviera un precio de millones de euros? ¿Si no valiera tanto que desorbitara la trayectoria del valor?