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Tigre joven, viejo león

Por 15 de abril de 2013 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Roberto Herrscher

El recuerdo de dos memorables conciertos de piano. ¿Cómo dos pianistas pueden tocar tan admirablemente y de forma tan distinta?

Lang Lang es un joven pianista que ha irrumpido en las altas esferas de la música clásica como una tromba. Explosivo, mediático, dominador de al menos cinco idiomas, las discográficas y las salas de concierto lo han entronizado como el nuevo valor del piano que acerque la gran tradición europea del siglo XIX al público del siglo XXI.

Y además – como parte central de su leyenda, su encanto y su misterio – es chino. Nació en 1982 en la ciudad de Shenyang. Su formación se realizó en su país, que está emergiendo como semillero de violinistas, cellistas, pianistas y directores. Ninguno tomó por asalto la imaginación de occidente como Lang Lang, desde que reemplazó a último momento al prestigioso André Watts tocando el primer concierto de Tchaikovsky, lleno de brío y dificultades. Los críticos pronto destacaron su estilo explosivo, su vitalidad y brillantez, su técnica tan depurada que parecía tocar como si fuera fácil.

Parte de su embrujo tiene que ver con la forma en que a tan temprana edad ha conseguido hacerse un sólido lugar entre los pianistas occidentales. Pero otro ingrediente importante es su mirada a su país asombroso y al pasado. En sus conciertos cultiva, innova y rescata parte del milenario legado musical de China. Ha colaborado con el más importante compositor chino de la actualidad, Tan Dun, y en sus conciertos mezcla con desparpajo y éxito las obras canónicas de Beethoven, Mendelssohn o Schumann con temas tradicionales chinos.

Conocí el asombroso arte de Lang Lang en un disco de versiones de temas chinos llamado Dragon Songs (canciones del dragón), donde lo acompaña la Orquesta Sinfónica de China, dirigida por Long Yu. Era el encuentro de dos poderosas tradiciones musicales de la mano de un jovencito sin miedo ni complejos, que representaba para sus admiradores todo lo que su país tenía de pujante y sorprendente.

Busqué videos suyos en Youtube, y me encontré con dos escenas aparentemente contradictorias: en una, un Lang Lang bullicioso, pleno de una energía juvenil que lo desbordaba, jugaba con una pieza endiabladamente compleja de Rachmaninov. Si no fuera tan joven parecería pedante. Sus dedos se mueven sobre el teclado como posesos, canta, ríe, bromea con la cámara, todo al mismo tiempo.

El segundo fragmento lo muestra como alumno aplicado, sosegado, reverencial. Está recibiendo una clase del legendario pianista, director, pedagogo y humanista argentino-israelí Daniel Barenboim. Ante un público entregado, Lang Lang aprende a armar, desarmar y volver a armar una sonata de Beethoven. El joven prodigio toca las notas con una facilidad pasmosa; Barenboim le explica el drama, el peso, la lógica profunda que se esconde detrás de cada línea melódica. El famoso discípulo se muestra receptivo, humilde, y al mismo tiempo tan seguro de su arte que no teme mostrarse al público dubitativo, tanteante, novato en manos de un maestro mayor.

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Hacía tiempo que quería ver a Lang Lang. Me surgió un viaje a Madrid para ver una ópera en el Teatro Real. La función era un sábado a la noche, y el domingo a la mañana, Lang Lang tocaba el Concierto para piano No. 2 de Chopin con la Orquesta Nacional de España.

El Auditorio Nacional de Madrid es una caja de madera, sobria y cuadrada, con buena acústica y rodeada, en esos hermosos conciertos matutinos, por ventanales que reflejan la luz de primavera y el verde de los árboles de un tranquilo barrio residencial, mientras los viejos abonados, con sus mejores y modestas galas, toman un café con cruasán y conversan en voz baja. Hay muchos jubilados, muchas parejas mayores aferradas a la música clásica como a un mundo cerrado de calma y orden para enfrentar el bullicio y el caos incomprensible de la vida moderna.

El concierto está estructurado, con originalidad y coherencia, como un díalogo entre oriente y occidente. Tras unas piezas del compositor inglés Benjamín Britten, provenientes del ballet El príncipe de las pagodas, con sonidos de gamelán indonesio y osadas armonías orientales, se retira la orquesta, unos orondos señores de traje abren un espacio en el centro del escenario, desciende un gran rectángulo – donde en la primera pieza se erguía el director Leonard Slatkin, y pocos minutos más tarde vuelve a emerger con un reluciente piano de cola Steinway.

Los señores abren ceremoniosamente la tapa del piano y la pestaña de las teclas, e instalan las sillas – casi la mitad de asientos que para Britten – alrededor del instrumento rey.

Los músicos se sientan, se abre la puerta lateral y sale una figura juvenil, con paso seguro pero cara de no estar todavía instalado del todo en la fama y la expectativa que despierta su arte. Lang Lang tiene la cabeza redonda como un muñeco feliz, los pelos negros como incrustados en el craneo, las manos huesudas y nerviosas, la espalda recta, la apostura teatral.

Se posa elegante en el taburete, dándome la espalda. Tiene, como había previsto, el primer plano de su cabeza bamboleante, su mano derecha y su espalda inquieta. Con su factura clásica, el segundo concierto de Chopin empieza con una introducción orquestal donde se presentan y comienzan a desarrollar los dos temas que protagonizarán el primer movimiento, Maestoso. La espalda del joven maestro se mueve al viento de la música, y cuando aparece, cristalino, preciso, juguetón su piano, es como pidiendo permiso para jugar también.

Me doy cuenta de lo teatral que es su forma de tocar, la manera en que se mueve nerviosa, inquieta su mano derecha sobre el pantalón mientras toca la orquesta, la forma en que su cabeza marca el ritmo y se tira para atrás en las efusiones románticas.

En el segundo movimiento, un Larghetto más dulcemente melancólico que triste o dramático, las teclas cantan con libertad, y queda claro quién sigue a quién. El veterano Slatkin, apostado en su podio detrás de la tapa abierta del piano, pega la oreja a las decisiones rítmicas de su estrella y ordena con la batuta a la orquesta que le sigan. De cualquier manera, es poco lo que tiene que decir la orquesta en este movimiento lento.

Para el final, Allegro vivace, el joven intérprete se calza el casco, se sube a la moto y arremete con un despliegue tal de velocidad y precisión que el asombro se palpa en el ambiente. Una de las claves de la diferencia que trae Lang Lang es la pulsión rítmica, que nunca pierde, ni siquiera en las más complejas elucubraciones armónicas de Chopin, que en este concierto (segundo en numeración pero el primero que compuso, en 1829, a los 19 años) todavía andaba tratando de demostrar que dominaba las técnicas compositivas del momento. Y también quería lucirse, porque, al igual que Liszt y Brahms, escribía su música para piano para tocarlo en los conciertos en los que esperaba cimentar su doble fama de ejecutante y compositor.

Llega el momento excitante de la cadenza. Se detiene la orquesta y el solista tras unos segundos de tomar aire para lanzarse a dar volteretas sin red, retoma, recrea, reinventa los temas del tercer movimiento, y juega con algunos anteriores, baja el ritmo y se pone lírico, echando la cabeza para atrás, lo acelera y se pone heroico, encorvado como si todo su cuerpo fuera el pico de un águila agresiva, para finalizar con una mirada y una sonrisa de labor cumplida al director, quien marca la última entrada de la orquesta.

No hay tiempo para saborear ese segundo en que la última nota se pierde en el silencio. El público enardecido aplaude, bate palmas con ritmo, grita bravo.

Como estoy en la primera fila, en el rincón de la izquierda, soy el único en la sala que percibe una escena pequeña, privada y reveladora. En la última fila de los violines, una joven instrumentista, rubia y frágil de tan delgada, toma el violín y el arco entre los dedos de su mano derecha y acercó la izquierda para aplaudir la interpretación del solista. Al pasar a su lado tras su última tanda de aplausos, lo mira a los ojos y le lanza un ‘bravo’ enfocado y pequeño, casi susurrado, casi como un piropo pero sin más connotación – al menos eso creo percibir – que el emocionado, sincero homenaje de un músico a otro.

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Todavía con el asombro por el arte atlético del joven maestro, dos días más tarde trepo las empinadas escaleras de un auditorio único y absurdo. El Palau de la Música Catalana, en el corazón del área medieval barcelonesa, entre callejuelas sin luz ni veredas, es al mismo tiempo el más hermoso y el más kitsch de los auditorios.

La lámpara central como una cruza entre un vitral psicodélico en amarillos y rojos y una teta de luz. Las paredes con azulejos mareantes, recargados pero siempre originales, y al fondo del escenario, unas musas de yeso enrevesadas con banderas y escudos catalanes celebran el triunfo de la patria (Catalunya), el arte, la prosperidad económica y una época de oro (fines del siglo XIX) disfrazada de recuperación de otra época soñada (la medieval). Viniendo de las austeras paredes de madera blanca, las líneas rectas y el formalismo nórdico del Auditorio Nacional de Madrid, este palacio de celebración de la identidad imaginada de su público es el absoluto opuesto.

¿Estará el pianista de hoy también en el extremo opuesto del joven chino del domingo?

Maurizio Pollini es la personificación del gran intérprete del Viejo Mundo. Nació en 1942, a los 18 años ganó el Concurso Chopin de Varsovia. Desde entonces, ha actuado con todos los grandes directores – o tal vez mejor dicho, los grandes directores actuaron con él – y muchos de sus discos son legendarios, versiones insuperables de las grandes obras del repertorio troncal del piano clásico, de Mozart a Prokofiev.

Pero el maestro también se ha implicado mucho en tocar, promocionar y grabar obras contemporáneas, y ha ganado un público nuevo para compositores como Luigi Nono, Pierre Boulez o Karlheinz Stockhausen, que estaban arrinconados a salas alternativas e intérpretes especializados.

Mi disco preferido de Maurizio Pollini fue uno de los primeros long plays que compré. Ahora que lo pienso, Lang Lang nunca grabó un disco de 33 revoluciones por minuto, porque cuando empezó a tocar ya no existían. Con lo lindos que eran, con esas grandes tapas cuadradas, con reproducciones de pinturas o fotos de los intérpretes, esos discos de Deutsche Gramophon, la casa en la que grababa – y todavía graba – Pollini, la que ahora se ha actualizado con una nueva camada de estrellas. Entre los primeros, Lang Lang.

Son casi 30 años de escuchar discos de Pollini, de viajar con ellos, de pasar alegrías y tristezas acompañado de sus grabaciones, y por fin, al final de su ilustrísima carrera, lo voy a escuchar en vivo.

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Desde la segunda fila del último piso del Palau de la Música, tengo que sentarme en el borde de la silla y asomarme entre las cabezas de los de adelante para ver al gran pianista, que entra lento, tranquilo y saluda con breves movimientos de cabeza el aplauso del público que atiborra la sala. Se sienta al piano y comienza sin pausa con la primera parte, todo Robert Schumann, puro espíritu romántico.

A Chopin dedicó Pollini la segunda parte del concierto. Una balada de tristeza contenida, un scherzo juguetón, un preludio de complejidad arquitectónica, cuatro mazurcas de fuerte pulsión rítmica, y, para coronarlo todo, la Gran Polonesa Brillante.

Es siempre una sensación de pureza religiosa el compartir una gran sala llena de amantes de la música donde se siente el silencio, la concentración, las respiraciones acompasadas mientras se esparce por el aire el sonido de un piano solo. A lo lejos, en el escenario despojado, el viejo artista se vuelca sobre el instrumento y contempla sus manos, como si fueran de otro, mientas los dedos pulsan las teclas con sobrenatural delicadeza.

No hay espectáculo, efecto ni búsqueda del asombro en la forma de tocar de Pollini. Suena el destilado de muchos años de frecuentar estas piezas. Los silencios me impactan, parece como si estuviera eligiendo, pensando hacia dónde ir, decidiendo un camino y descartando otros.

Al final, los segundos de tomar aire antes de lanzarse al aplauso que identifican a los públicos entregados a fondo a lo que están escuchando. Y el enrojecerse las manos aplaudiendo, y Pollini surgiendo dieciocho veces, a saludar y, en cinco ocasiones, a regalarnos una mano de bises de Chopin.

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Salgo a la noche de luces y tráfico del centro de Barcelona y camino por Vía Laietana en dirección al metro. Es recién en la calle cuando logro juntar las percepciones de mi mañana con Lang Lang y mi noche con Pollini.

Cuando toca el joven artista chino el cuerpo me tira hacia delante y se me abre la boca de admiración y vértigo. Con el viejo maestro italiano, en cambio, el impulso es el opuesto: cerrar los ojos y tirarme para atrás, para flotar en algún espacio ingrávido del alma.

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Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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