Vicente Verdú
Una gran parte de la dificultad que sentimos para vivir felizmente procede de la antipatía con la que afrontamos el trabajo. Sólo unos pocos, ínfimos porcentajes de la población, gozan con su ocupación laboral.
Abolida la esclavitud, reconocidos nuevos derechos a los trabajadores, generalizada la seguridad social, el problema sigue siendo el mismo. El trabajo continúa provocando malestar, se siente incluso como un martirio o una crueldad regular, y la inmensa mayoría de los casos crea daño, dolor, resistencia emocional.
En la casi totalidad de los supuestos, trabajar en lo que se trabaja se aviene tan mal con la voluntad y su deseo que, observado fríamente, actualmente, constituye la máxima contradicción de la existencia. Vivir para sufrir trabajando ¿puede seguir aceptándose como una condena primordial, ineluctable y fatal?
Las vidas laborales significan en tantísimos casos una suerte de anti-vidas que el conjunto de la organización, la concepción o el sentido del progreso pierde todo valor y sentido. Ni la ampliación del ocio -ahora en cuestión- ni el incremento en la intensidad de los divertimentos, ni las vacaciones pagadas y los bonus, han atenuado el problema.
Ahora que en este mes de septiembre la población regresa de la vacación a la ocupación se hace tan evidente la crueldad de las tareas que se desempeñan que la misma idea de la producción social se quiebra. Porque ¿cómo tolerar y conservar esta clase de organización productiva antihumana? El único sentido de lo social sería dirigirse a procurar bienestar y felicidad a sus socios, pero ¿qué maldita sociedad es ésta que ha instaurado en su centro un mundo de tormento, ordenado y regulado, para la diaria desdicha de la práctica totalidad de sus habitantes?