Vicente Verdú
Muchos viejos, prácticamente todos, cuando se habla de asistir a un acontecimiento futuro, no más alejado siquiera del año que viene, suelen decir: “Eso, si vivo”. Con una misma reacción los presentes reprenden ese comentario y hasta afean al viejo su mal gusto o su aciago humor.
Lo que expresa el viejo es una sencilla sensatez pero la aparatosidad con que se la rechaza da entender que el viejo delira o quiere amargar exagerando la proximidad de su fallecimiento. El caso es que nadie desea una muerte, un entierro y todos los fastidiosos momentos alrededor.
Las palabras del viejo son tanto más impertinentes como precisas pero precisamente lo pertinente sería que el viejo tragara para sí el miedo a morir y se comportara neutralmente, inodoramente, al margen de su lamentable edad. Manifestar la consciencia de su acabamiento amenaza con el bienestar de los otros y no porque les contagie su deplorable declive o la inoportuna idea de la muerte, sino porque si ellos tácitamente ya presumen el luto que se acerca llega a resultarles plenamente monstruoso que el protagonista hable de él. Que hable él mismo de su fin cercano, tome en sus manos la realidad de su muerte y la proclame no como alguien más sino con la autoridad del protagonista del suceso.
Su peso en el pronóstico de su propio fin convierte la predicción en noticia insoportable puesto que no habla por hablar, ni en términos generales, sino con la mismísima voz que va a callar, con el mismo cuerpo que pronto dejará de latir, con la consciencia que en breve se transformará en sólo materia orgánica.
La capacidad de un vivo para hablar de la muerte se reconoce, en general, muy limitada. Así se demuestra en los jóvenes que ni siquiera alcanzan a imaginar el término de su vida. Pero el viejo es otra cosa porque con 80 o más años el periodo posible de pervivencia se hace tangible y es objetivamente acotable. La muerte se introduce en el plazo que quedará por vivir con autenticidad espantosa y los viejos se hallan necesariamente penetrados de su sustancia, lo digan o no. En algunos, incluso huele densamente a través del ácido palmoteico que empieza a emitir el cuerpo a los 30 años pero cuya dosis se multiplica por 15 o 20 medio siglo después. El viejo huele a muerte de tal modo que los laboratorios japoneses Shiseido han inventado un perfume para neutralizar ese efluvio de panteón. Sólo hace falta, además, que el viejo ya perfumado, atildado, correcto, no se le ocurra sacar a relucir, cuando menos se espera, cualquier maldita referencia a su defunción.