Vicente Verdú
Mi hermano Manolo que es médico recomienda, cuando las cosas se tuercen o un vago malestar no se disipa, oler durante varios segundos de un frasco de colonia. El perfume se evaporará pronto pero gracias a su presencia constamos la alternativa de un mundo festivo y vecino.
En general, no es preciso que el sufrimiento desaparezca por completo para experimentar una felicidad intensa. Basta que se alivie en algún grado el tormento que soportamos para que un suculento deleite aparezca.
Las porciones del bien, nacidas directamente de las entrañas del mal o de la reducción de su dominio, constituyen golosinas de excepcional calidad siendo su principal atributo la procedencia del auténtico interior de la vida.
Vivir, decía Ortega, significa cierta dificultad del ser. Y el ser en sus incorregibles tropiezos con lo imaginario y lo real, contra lo heredado y lo envolvente, halla de vez en cuando un resguardo donde complacerse. Son pequeños momentos cuyo sabor muy dulce se expande desde el primer punto del sorbo a las estribaciones extremas de todos los demás sentidos.
Tal irradiación puede ser el asomo de la felicidad absoluta. Iluminación y electrocutación, exultación y ceguera, altísimo gozo y eminente desaparición.
La tristeza nos sobrecarga o mineraliza mientras la alegría nos desgrava. Con tino, la felicidad nos elimina. Nos envía entre los efluvios del perfume a un paraje donde el nombre propio sucumbe y sólo prevalece un yo velado por el resplandor. O bien, el perfume curativo conduce a las anónimas praderas del amor y el buen humor. Sin males ni enemigos, sin culpas ni esclavos, una plantación entera por inaugurar y cultivar.