
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Cuesta trabajo llegar a una explicación cabal, pero el hecho es que un artista capaz de distinguir entre una obra buena y otra mala, se ve incompetente para juzgar con pertinencia el valor de lo que él hace. Hay presuntuosos y humildes, soberbios y modestos pero esta diferencia no puntúa el valor de una obra sino la diferente personalidad de sus autores. En la oscuridad de la valía de lo que se pinta, se escribe o se compone discurre la obstinación del artista y también, tras esa ofuscada obstinación, el impulso de su orgullo. Seguir trabajando en aquello de lo que no se conoce su importancia, requiere ineludiblemente darse importancia a sí mismo. Incluso cuando se recibe el elogio de los críticos, el artista pugna por lograr la aprobación propia que constituye la más importante aprobación. Pero ¿cómo llegar a obtenerla?
La carrera de un artista es en consecuencia una carrera sin fin, un lanzamiento sin concreción, una aventura sin luz que, salvo pocas excepciones jactanciosas, lleva consigo a la insatisfacción o al fracaso. De ahí el alto censo de suicidios en la historia de la literatura, la pintura o la música.