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El cementerio

Por 31 de enero de 2008 Sin comentarios

Vicente Verdú

Toda pérdida deja tras de sí un rastro de ausencias. ¿Un rastro de sangre? Un rastro cuyo amargo aroma evoca el cobrizo resabio de la sangre que si fresca enciende los sentidos y se salta con potencia, al desecarse deja un residuo mísero y oscuro, próximo al aspecto de un oxidado mineral en cuya textura se junta la desecación del pecho palpitante y el vahído acallado de la piedra. No silenciado sino radicalmente acallado, no como se ahoga el hálito de un ser vivo ya desaparecido sino como se sella el hálito desprovisto de latido y muerto sobre sí sin comunicación anterior o posterior alguna.

La piedra por tanto no es la marca de la ausencia sino la oposición a todo concepto semejante. La ausencia vibra, ondea, irradia y se transforma puesto que siempre procede de un sentimiento y éste sólo llegaría a ser piedra cuando, si fuera posible, cesara por completo.

El cementerio repleto de piedras no se corresponde así con un doloroso catálogo de emociones y esto a pesar de que los cementerios, a primera vista, finjan lo contrario.

El rastro de la ausencia nunca se apega a la naturaleza de la piedra y tampoco a la de la piedra funeraria. La piedra se muestra allí como cumpliendo una función heráldica del dolor pero, en realidad, su acción consiste en matar basalmente al muerto, acabar con todo residuo de su estela emocional y saldar terminantemente su ausencia.

Contra la convención popular, la tumba no acerca al cuerpo del difunto ni tampoco, paradójicamente, a su mayor recuerdo. La piedra actúa secuestrando el cuerpo para sí y con ello el poder de su ausencia.

Fuera del cementerio, unos pasos más allá, la ausencia acaso regresa, pero el campo santo  precisamente constituye el lugar más duro y frío, menos sensible y propicio para que brote la ausencia. El cementerio, en conjunto, es piedra, presidio. La antiausencia. Piedra compacta, sin porosidades ni pasadizos. Piedra que repele la visita o el abrazo, que frustra la aproximación para devolver una experiencia vacía.

El cementerio que acoge a granel los muertos y los guarda por decenas de miles, posee como característica decisiva su capacidad para con este encierro absoluto hacer desaparecer sus rastros. Dentro del cementerio, precisamente, no se siente al ser querido y los llantos que se desprenden de los allegados son parte de la decoración mineralizada. El ser querido se ha hundido en el cementerio a los niveles primitivos de la piedra y con ella pervive en su perpetuidad inane, inodora e insensata. Esta es la producción específica de los campos santos: hacer desaparecer al muerto y desvanecer su sentido, el sentir de su ausencia insoportable. Son así como fábricas donde se procesa la materia odorífera y untuosa del muerto para transmutar la pringosa presencia de su rastro en la desaparición de su huella  y, con ello, de su ausencia.

De esta manera se comportan como bendecidos recintos de paz. Paz seca e incombustible, paz sin anverso o diferencia. La muerte temible no está ni se corresponde con ninguna de las tumbas ni  tampoco aparece en el recinto total. El cementerio, saturado de muertos, tiene la muerte evaporada porque en realidad ese espacio actúa no para ensalzar la muerte ni para sensibilizarnos con sus signos sino para convertir su significado en una trivialidad escultural y como consecuencia en un recuerdo inútil.

Nada hace evocar menos la vida del muerto que la teatralidad del cementerio donde se representa no la vida o  la muerte de la persona sino una función artesanal patente en la pétrea inexpresividad de las lápidas, en el tópico laconismo del mármol o en la tediosa retórica de la plástica funeraria.  No hay más allá ni más acá de ese estilo. Lejos de actuar como un vínculo entre el aquí y el más allá, la presencia y la ausencia verdaderas, el cementerio es fatuidad pura. Nada se encuentra allí, ni rastro del ser querido ni de ningún otro vecino de la urbanización.

Como una cámara de anulación, el cementerio lleva al punto cero todo indicio de existencia aquí o allá. En su seno habita el vacío total, el colmo más banal de la nada.

Acercarse con devoción a sus mausoleos devuelve al visitante una paz entre insulsa y cínica puesto que a grandes dosis su experiencia consiste en vivir un interior sin nada. No hay siquiera dolor si no es que se imposte desde  afuera puesto que el cementerio gusta porque es indoloro, inocuo, incólume. Aparta todo posible dolor de él, repudia las lágrimas y repele cualquier húmeda sensibilidad del corazón porque su  carácter consiste en la pétrea condición de la nada y en la estricta desecación de todo. La ausencia, por el contrario, se manifestará en cualquier parte ajena a ese tropo y se mostrará con intensidad especial cuando no aparece un escenario distintivo o previsible. La ausencia acomete, acompaña y angustia más  cuando carece de aviso y ondea en cualquier punto interior o exterior a una acotación espacial, ocupándolo todo. La idea de conjurarla coincide con el proyecto  del cementerio en la vana creencia de que el peso del monumento aplaste la pulsación del sentimiento.  

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Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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