Vicente Verdú
En Batman: El caballero oscuro -la película más taquillera estos fines de semana en millones de pantallas del mundo- se dirime, como en cualquiera de nuestras historias domésticas, la pugna entre el bien y el mal. Sea el bien y el mal encarnado en la venerable moral de los espíritus, bien el bien y el mal espiritualizados en el aroma del cuerpo y sus humedecidas pasiones. Pero el bien y el mal también son, puesto que para todo vale, el contraste entre la luz cenital y las cenagosas sombras, entre el perfume del amor y la pestilencia, entre la noche cerrada y el estreno del día.
Toda intensidad del negro, y tanto más cuanto más compacto se presente, predice la llegada de la aurora, dicen en el mismo filme de Batman. Dicen en el filme que no hay garantía mayor de que las cosas irán bien que la indudable constancia de que desarrollan muy mal. La exasperación del mal termina desgarrando sus costuras de luto, como también el absoluto claror comunica con el espectro de la nada perfecta.
De la exacerbada culminación de un valor se deduce su inminente perversión y de la máxima depravación posible surge la simiente de la bendita salvación. El bien y el mal se relacionan circularmente como un anillo que decide tanto la circunvolución del cerebro como la circunferencia del alma.
Contemplado en conjunto, desde la extrema claridad o desde la tiniebla completa, la existencia no posee la vana condición lineal que solemos atribuirle ni tampoco el carácter de una historia con profundidad. Todo se realiza, por el contrario, en un ligero plano transparente y de forma anular tal como una levísima voluta que planea y se esfuma sobre sí misma para proseguir su indiferente sino. El sí o el no repetido, la matraca del bien y el mal.