Vicente Verdú
Los aficionados del Barça, aparte de desolados, se sienten desatendidos. Y no se sabe efectivamente qué es peor. Cuando el propio equipo gana y juega bien ante los rivales, el aficionado recibe una ración de afecto que en su regularidad compone un simbólico resguardo envolvente y amoroso. De tal efecto cordial los aficionados extraen la consecuente sensación de sentirse queridos y atendidos; y la vida, en general, se reblandece dentro de ese abrazo.
Todos los aficionados son como niños, son crueles como los niños y fantasiosos o cambiadizos como ellos. Se emboban cuando reciben goles o golosinas y se emberrenchinan en el caso de quedarse sin nada. Lo que hace sufrir a los aficionados del Barça o de otro equipo que concluya la temporada de este modo se representa en un imperdonable desamor. Y más, si no parece existir justificación alguna para este comportamiento tan ingrato, displicente incluso.
¿Cuál ha sido la razón de que el corazón del equipo se licuara, los ídolos se malversaran, la ilusión dejara de reinar en el vestuario? Más que una triste historia deportiva se trata de un mal de amor que sigue, para mayor pesar, de dos años de embeleso. ¿Por qué este repentino desapego de la plantilla? ¿A cuento de qué esta impensable laceración?
La respuesta pertenece a la misma dialéctica del amor. El amor cuenta cuando no se discute su armonía y así sólo el fútbol cuenta de verdad cuando más armónicamente irracional se representa. El desconsuelo del aficionado no encuentra ahora objeto donde depositar su desengaño. Pero, acaso, afortunadamente, porque enseguida el equipo se disipa, la plantilla se desmonta y el futuro inaugurará su dibujo desde el punto cero del olvido y la actual desolación.