Vicente Verdú
La entrevista que se publicó hace poco con el director de orquesta, Lorin Maazel, pletórico a sus 78 años, hace pensar en el efecto de la música sobre la longevidad o de la pintura sobre la resistencia de los ancianos. Sin duda, hay profesiones notablemente más propensas que otras para preservarnos la continuidad en el mundo. La profesión de escritor corresponde a las que matan con mayor premura. ¿Razones? Probablemente una importante radica en que así como la música o la pintura son actividades estrechamente relacionadas con las funciones naturales de la historia humana y sus expresiones, en uno y otro caso, proceden acaso de la misma voz o de la aplicación inmediata de la mano, la escritura constituye un quehacer enrevesado, jeroglífico y artificial. No es lo mismo tratar con sonidos o colores que con estos garabatos. La gama cromática o la escala musical se acomodan al oído y al ojo pero la escritura a ningún órgano. Sólo la poesía y sus semejanzas en determinada prosa, apoyadas en secuencias sonoras de calculada cadencia, pueden aproximarse al gozo espontáneo de la melodía. Pero, aún así, la escritura debe desenvolverse en el jeroglífico de los signos lo que requiere de la mente decodificadora y de la mente codificadora. Requiere del esfuerzo preconcebido y de una facultad que debe reelaborarse en la mollera. Nada de potencias y efectos comunicativos que hallan a flor de piel, incorporados a la sensualidad de la superficie.
De este modo, mientras la música o la pintura se pasean al modo de los órganos y los fortalecen con su ejercicio, la escritura extrae sustancia de la propia estructura para crear otras composiciones que ya difícilmente afirman la evidente identidad del cuerpo. Se silba, se manotea, se mancha, con el hacer descuidado de nuestro soma pero la escritura no es, en absoluto, de esta especie. En la música o la pintura lo somático puede plasmarse sobre el papel o el aire de manera directa, y allí suena y luce. La escritura sólo actúa improbablemente sobre un plano objetivo tras haberla reelaborado en el camino con una sofisticación que el oficio hace sentir como de dominio imposible. Un escritor, a diferencia de un pintor, nunca puede aspirar a comportarse como un niño para incrementar el interés de su obra. La escritura es complicación, sólo cosa de mayores. En los regresos a la infancia, el pintor se rejuvenece y perdura, en la búsqueda de la madurez inextricable el escritor se desgasta, se extrema y acaba.