Vicente Verdú
La emoción, la intuición, la corazonada, han ganado crédito incluso en las tesituras de importancia mayor.
Por una u otra razón he leído en textos de psicología, estrategias profesionales o elecciones de cualquier clase, que cada vez priman más los mágicos consejos del corazón.
La gente que se rige ante todo por la reflexión parece arriesgarse más que quien pone oído a lo que le dicta un tercer sentido relacionado con lo irracional. ¿Será pues la razón un instrumento demasiado viejo? ¿Habrá llegado el momento en que la herencia de la Ilustración se haya vuelto impertinente para entender y entenderse en una realidad crecientemente saturada de azar y sensibilidad?
El tercer sentido sucede a los escalones del sentido común y la sensatez personal, educados todos en ponderaciones tradicionales sobre el bien y el mal, la salud y la enfermedad. El bien era aquello precavido y contenido; el mal se representaba por lo impulsivo y desabrochado.
La situación del mundo, el estado de la cultura ha cambiado, sin embargo, los procesos largos por los plazos cortos y la lentitud por la celeridad.
En estas circunstancias, la reflexión se acomodaría con un estadio de cambios premiosos y la intuición con el máximo apremio. No hay que establecer juicios sobre qué debe estimarse mejor o peor. Lo decisivo consiste en cómo actuar para sobrevivir. En medios relativamente estables una detenida reflexión contribuye a tomar las decisiones apropiadas pero lo acorde con la inestabilidad será el aguzamiento de la vista y el disparo de la intuición. Lo aventurado no residirá en la premura; el riesgo mortal procede del recreo en la meditación. Todos los santos, los filósofos, los grandes pensadores, desaparecen como desgranándose en la morosidad de su circunspecto quehacer.