Vicente Verdú
Si la realidad no existe objetivamente, todo lo real se creará, más o menos, a partir de nuestros estados de ánimo. Es una manera inmediata y general de expresarse.
Los días buenos y los días malos que vivimos no son, a menudo, artefactos perfectos o averiados desde el origen sino, simplemente objetos reelaborados negativa o positivamente a partir de nuestro sistema de animación. De nuestro modo de estar y recibir, del orden en nuestro organismo psicógeno, de nuestra salud inventada o reinventada y de nuestro punto de vista variable de acuerdo a su ángulo de observación.
No cabe decir que todas las jornadas nacen iguales al mundo, unos días llueve o estalla un terremoto, pero su definitiva coloración depende mucho de los reflejos que proceden de nuestra luminaria y sólo se complementan con la iluminación natural. De este modo, dependiendo en tal proporción el humor de nuestras decisiones, somos casi como dioses. No existimos como objetos o burdas criaturas expuestas al vaivén y la arbitrariedad de las circunstancias sino como parte eficiente de ellas.
La festividad se encuentra apilada en los almacenes del gran teatro del mundo pero su acción, su puesta en escena, tiene menos que ver con su deseo inerte que con nuestra disposición activa.
De este modo, día a día, será más probable coleccionar jornadas satisfactorias y fabricar, progresivamente, una colección propensa a generar un sistema de la felicidad que nos proteja de numerosos días sin brillo. Los rictus que a lo largo de la vida han quedado marcados en nuestros rostros, los gestos tristes que se nos escapan ante los demás son el resultado de un ejercicio repetido en las biografías. Pero también los rostros alegres, aquellos que traen consigo optimismo y amor son resultado de prácticas personales en el ámbito de la generosidad, el afecto, la bondad, la buena cosmética del alma, la cara gimnasia facial y, sobre todo, la obstinada codicia de felicidad.