Vicente Verdú
En buena parte por lo que a mí me corresponde, compruebo con emoción cómo ha cambiado en pocos años el rostro de las ciudades españolas. Contando con que los jóvenes están mucho tiempo en sus trabajos o que cuando se divierten lo hacen por la noche, durante las horas del día el panorama está repleto de mayores y jubilados, gentes despaciosas y vestidas de oscuro.
En las colas de los bancos, en los paseos, en los autobuses, en los comercios, en los bares, la gran mayoría de los rostros aparecen cargados de edad, experiencia y arrugas. El grupúsculo tradicional de ancianos que antes señalaba un lunar solar sobre una plaza, una reunión amortizada a la puerta de un bar o un enjambre de “insersos” subiendo al autocar, se ha dilatado hasta colonizar el ambiente. Una nación se transforma en otra a través de este movimiento biológico que metamorfosea a sus ciudadanos por dentro y por fuera, en la cara y en el corazón y decide, en suma, el estilo del mundo. En consonancia con esta ascendencia de la masa envejecida evolucionará el planeamiento, la arquitectura, la decoración, las músicas, los alimentos, la iluminación y la moda. Puede que de la misma manera que actualmente impera un diseño general expresamente antisocial, la siguiente oleada se atenga a la alternativa social de la edad expresa o extrema. Una morfología explícita en la máxima visión de la ciudad diurna y transportable irónicamente al territorio de la ciudad nocturna donde la materia prima de la actualidad se nutre de mixturas, composiciones opuestas, juego con la vida y la muerte, la acción y la defunción.