Javier Rioyo
¿Se puede uno fiar de alguien que ni bebe ni fuma? No es fácil, pero seguramente se puede. Que se deba, no lo tengo claro. Sin fumarlo ni beberlo -o al menos bebiéndolo poco- me encontré en un lugar donde el tema giraba alrededor de Buñuel, de sus películas, su mundo, su memoria y su fe. Unos días antes tuve que hablar de la cabra, las Hurdes y las pistolas de Buñuel para hablar de la verdad de las mentiras del cine documental. Ahora el asunto era cine y mística, la cita en Villa Medici, en Roma, y el grupo entre lo más variado y suavemente excéntrico que se pueda imaginar. Invitados por la escritora francesa, Dominique de Courcelles, colaboradora de la Academia de Francia en Roma y publicada en España por la pequeña y prestigiosa editorial Alpha Decay. Los elegidos formaban parte de un grupo de españoles y mexicanos entre los que había intelectuales, escritores, gentes del cine, curas, guardadores de los secretos, conocedores de los símbolos y algunos inclasificables entre la mística sí y la mística no. Más bien no, si la mística es aquello que asociamos con algunos de los históricos místicos. Claro que la mística puede tener muchas caras, y muchos morros.
Todavía recuerdo el premio de poesía mística que le dieron a una poeta muy conocida y apreciada por mayores y menos mayores, yo uno de la lista. Una chica guapa, inteligente, superviviente y elegante que se vino a vivir a Madrid. Una poeta que supo regresar cuando el Chagall se volvió pintura realista, demasiado realista. Nuestra mística, en aquellos días, tenía más que ver con los canutos, las fugas orientales, las químicas lisérgicas y un poco de vuelo por san Juan de la Cruz mezclado con J B. Me refiero a la familia de Justerini and Brooks, no a otros ilustres “jotabes” de nuestra mítica vida literaria. Si aquello era misticismo, nosotros también fuimos místicos o allegados.
Entre Margo Glantz, Carlos Monsiváis y Mario Bellatín, parte de los amigos mexicanos que compartieron unos días la vida poco mística en aquellos jardines, salones y estancias del palacio romano, me costaba encontrar los vuelos espirituales. Quizá buscando entre los pucheros, pero no tuve tiempo. Ya no estoy para esos trotes, ya no pretendo dar a la caza alcance. Tampoco lo pretendí cuando entonces.
Me interesaron, aunque me mueva por espacios muy alejados de ellos, Victoria Cirlot -digna hija de su padre- y Amador Vega. De ellos, de los mexicanos citados, de Dominique Courcelles, de algunas películas y charlas que allí nos reunieron tuve la mejor de las impresiones. Después habló un dominico. Se subió a su altar, mintió sin secreto de confesión. Ensució la limpia vida de ateo de Buñuel. Lo santificó, lo empequeñeció a la creencia, lo paseó por la fe mariana y le hizo bajar a los cielos del fanatismo y la creencia. Aquel cura, al que otro día y en otro lugar me referiré, me ayudó a confirmarme en mi falta de fe. El padre mexicano, el dominico que dice guardar las cenizas de Buñuel, me ayudó a seguir manteniendo mi ausencia de creencias. Gracias a Dios.
Buñuel no se fiaba de los que no fumaban. No bebían. Y no… Yo tampoco. Y eso que cada vez fumo menos. De lo demás, tampoco demasiado. Estoy mayor.