Vicente Verdú
Un nuevo arte, una nueva moda, unas nuevas costumbres, valores diferentes y costumbres vueltas del revés, serán efectos a probar tras la extensión universal de la crisis. Los años 30 que prolongaron el crash de 1929 fueron años hermosos para el cine que pasó de ser una estampa muda a otra elocuente y de extraña inspiración. Fue el tiempo de la pintura expresionista y de los desarrollos, en varias direcciones, de las vanguardias en tropel. El vestido, de otra parte, reflejando la escasez en el corte, el color y la calidad del tejido ha permanecido más tarde como una segura imagen a la que regresar cuando la moda se harta de sus fruslerías, su gula o su derroche. En general, todo lo que en los entornos del siglo XXI nació de dispendios sin tasa y corrupciones públicas se convertirá en excrecencia y vómito insoportables. La proclama de Alfred Loos ("el ornamento es crimen") regresará en la síntesis de líneas y en el ahorro general de perifollos. El dinero promueve la investigación científica pero la escasez nutre a la creatividad artística. De la creatividad de la escasez se beneficiaron grandes obras en la historia de la arquitectura o el diseño mientras que por la superabundancia hemos debido tragar no pocos tóxicos engendros por Zaha Hadid, Gehry o Santiago Calatrava que multiplicaron monstruosamente los presupuestos. Miles de obras aparatosas sin contenidos, grandes representaciones sin concepto, retóricas sin fuste. Este mundo del efectismo y el relleno, las volutas y los costillares, se ve condenado al trastero porque de la misma manera que su despilfarro olía a cacharrería la nueva simplicidad despedirá un aire naturista. Damien Hirst y sus presuntas obras de arte cuajadas de piedras preciosas, sus carneros calzados de oro, sus calaveras sembradas de diamantes ¿cómo iban a llevar consigo la semilla de su propia muerte? El derroche es igual a la profusa hemorragia del valor: la anemia del arte, la falta de liquidez sistémica, el rigor mortis del sistema. Por el contrario, los sombreros de ala flexible, las ropas desestructuradas y anchas, las sopas, la beneficencia, la condescendencia, la llaneza, los colores leves, los gastos débiles, la relajación, la dejación, la distensión del éxito, los biocombustibles, los viajes sin jet lag, el mundo descargado de ansiedad y de peso inaugura un ambiente donde la segura tristeza irá creando un espacio acaso más humano y silencioso, frente a la ya patológica obligación de divertirse, gastar, trabajar sin freno, odiar al jefe y la pareja, tomar pastillas y condenarse a ser necesariamente feliz.