
Sergio Ramírez
En las aceras, cubiertas de cascajos, ripios y rótulos comerciales derribados, se alineaban los cadáveres sobre puertas desgajadas o sobre el piso desnudo, liados en sábanas. De alguna casa en ruinas salía un ataúd, otro más navegaba atrás entre el humo. Algunos vecinos se balanceaban sonámbulos en sus sillas mecedoras sacadas a las puertas como si se tratara de una tarde de domingo. No había gritos, ni lamentos, ni siquiera se oía crepitar el fuego que iluminaba las ventanas de los edificios y los devoraba entre resplandores rojizos.
Tras muchas peripecias, sorteando los escombros que llenaban las calles y los colgajos de los alambres del tendido eléctrico, llegamos al barrio Sajonia donde vivía Esperanza, hermana de mi mujer, que se hallaba a salvo aunque la pared había partido en dos la cama donde dormía mientras ella se hallaba en el baño; la empleada doméstica, que había quedado atrapada en su cuarto, apenas se vio rescatada, emprendió una desaforada carrera hasta que se perdió de vista.
Mi primo Hebert Ramirez, que vivía en una pensión del barrio San Antonio, había saltado a la calle por el balcón, desde su cuarto en el segundo piso, para perderse también de vista corriendo por la calle, según noticias de la dueña, que ahora acampaba en el patio…