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Blogs de autor

Una isla en un mar de tormentas

Por 23 de mayo de 2022 Sin comentarios

Sergio Ramírez

Vine a vivir a Costa Rica el mismo día que me había casado, el 26 de julio de 1964, un viaje de bodas que se convirtió en una estancia de catorce años que fueron los de mi formación como escritor. Un ambiente ideal porque San José, la capital, era una ciudad pequeña y tranquila, pero con librerías bien dotadas, atendidas por libreros de verdad, en las que se celebraban tertulias literarias, y cuando conocí, en la que tenía lugar cada tarde en la Librería Lehmann de la avenida central, a José María Cañas, dueño de la hazaña de haber escrito la novela Infierno verde, que trataba de la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia, sin haberse movido nunca de la redacción del periódico que dirigía.

Había también una espléndida Biblioteca Nacional, desgraciadamente derruida años más tarde para convertir el solar donde se asentaba en un vulgar estacionamiento, y donde me sentaba a conversar con su director, afable y erudito, don Julián Marchena. Y el Teatro Nacional, una reliquia del siglo diecinueve, por el que pasaban afamadas compañías de ópera, y en cuya sala mayor se podía escuchar a la Orquesta Sinfónica Nacional; y numerosas compañías de teatro que actuaban en al menos ocho salas independientes, nutridas por directores y actores que llegaron luego exiliados, huyendo de las dictaduras del cono sur.

Y aquellos fueron también mis años de conocer, toda una novedad para mí, el mundo de la democracia, rara para quien, viniendo de una país sometido a una dictadura familiar, se encontraba de pronto en otro donde se podía ver al presidente de la república, entonces don Francisco Orlich, entrar a un restaurante y sentarse en la mesa de al lado, acompañado por un par de amigos, sin escolta ni aparato militar. La leyenda decía, y no es extraño que haya verdad en ello, que al presidente don Otilio Ulate, una década atrás, lo había atropellado un ciclista cuando cruzaba la calle frente a la plaza de la Artillería en San José.

Costa Rica era desde entonces una rareza, de verdad, en la Centroamérica plagada de dictaduras militares, donde los coroneles se orinaban en los muros de la patria, según el poema de Otto René Castillo, poeta convertido en guerrillero y capturado y asesinado en aquellos mismos años sesenta; una región donde cada ola de exiliados iba a dar siempre a Costa Rica, abierta desde entonces como tierra de acogida. Una isla de libertad cercada por un mar de tormentas.

Parte esencial de esa rareza de que hablo, era que el ejército había sido abolido, y los dineros públicos, en lugar de gastarse en tanques y cañones, se invertían en la educación. Y más rareza aún, era que la abolición de las fuerzas armadas, decretada en 1948, había sido consecuencia de una revolución triunfante que, en lugar de afianzarse en los cuarteles, mandó cerrarlos y convertirlos en museos.

Aquella guerra civil, ganada por las fuerzas encabezadas por José Figueres, electo luego democráticamente a la presidencia, fue breve. El poeta nicaragüense José Coronel Urtecho, agudo en sus juicios, solía decir que los costarricenses sólo tomaban las armas para no tener que volver a pelear. Ya antes habían derrocado a la dictadura de los hermanos Tinoco en 1919, rareza también, y una rareza estrafalaria, en un país como Costa Rica. En términos centroamericanos, aquella fue una dictadura efímera, porque duró sólo dos años. La de los Somoza en Nicaragua duró cincuenta, y esta otra de ahora lleva ya quince y pretende extenderse por siempre.

Aquellos años fueron para mí de exilio, y hoy, viviendo de nuevo en el exilio, he vuelto para recibir un doctorado honoris causa de la Universidad Nacional, y otro de la Universidad de Costa Rica, y mediante esos reconocimientos honoríficos  siento que se me otorga la ciudadanía cultural de este país en el que en tantos sentidos me reconozco, y que, tantos años después, sigue siendo la rareza que descubrí en 1964, porque la democracia sigue arraigada sobre las bases firmes puestas décadas atrás, lo mismo que sus instituciones.

El país ha cambiado tras medio siglo, claro está. San José, la tranquila ciudad provinciana asentada en el valle central y cercada por montañas de tarjeta postal, que podía recorrerse en escasa media hora de oeste a este, desde San Pedro de Montes de Oca hasta Escazú, se ha trocado en una urbe caótica de tráfico infernal, donde cada día surgen nuevas torres de edificios, nuevas urbanizaciones, nuevos centros comerciales, y donde crecen también las desigualdades sociales, con toda su cauda de males.

Pero los emigrados no han dejado de fluir, y más bien el número de quienes llegan desde Nicaragua se multiplica, empujados por razones económicas, en busca de trabajo, y también por los vientos del exilio, periodistas, dirigentes sindicales y gremiales, líderes de oposición, sacerdotes, activistas de derechos humanos, profesores universitarios, dirigentes estudiantiles, profesionales, empresarios.

Es la otra Nicaragua, que crece cada día en Costa Rica, miles que, como yo, cuando llegué aquí hace más de medio siglo, aprenden en este país la lección diaria de la libertad y la democracia, que tan útil nos será en el futuro.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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