
Sergio Ramírez
Bajo la dictadura de Estrada Cabrera en Guatemala llegó a imponerse el silencio como norma. Nadie hablaba por miedo a la policía secreta cuyos agentes asumían los más variados disfraces, o por miedo a los soplones de oficio, que también estaban por todas partes., entre amigos y colegas. Aún alabar en los diarios al dictador era peligroso, porque el exceso de adjetivos podía ser tomado por burla, de modo que lo más seguro era callar.
Pero nadie está libre de riesgos cuando se vive en el reino de lo prohibido, como en Myanmar, la antigua Birmania, donde es delito tomar fotografías de los edificios públicos, tocar la bocina del auto, o quedarse a dormir en casa ajena, salvo aviso previo a la policía; y donde no se puede hacer llamadas internacionales, y los teléfonos celulares sólo están reservados a una minoría privilegiada. Un reino que también es del silencio.
Toda dictadura es una anormalidad, y por tanto es extraña. Se respira una atmósfera de irrealidad, y de puesta en escena, como si uno viviera en un mundo gobernado por las leyes de la tramoya. No viví en la Guatemala de Estrada Cabrera, pero sí en la de la familia Somoza, cuando el fundador de la dinastía, Anastasio Somoza García, mandaba a capturar a medianoche a los periodistas humoristas que se atrevían a hacer algún chiste a sus costillas, y los ponía a pie en la frontera con Costa Rica, en calzoncillos, o en pijamas. También los Somoza cultivaban el silencio. Mandar a callar, y mandar a matar: el silencio del sueño eterno.