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Paseo entre árboles muertos

Por 3 de febrero de 2016 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

El periodista Robert Hitchens me entrevistó en Managua en 1985, cuando era vicepresidente de un país en guerra contra los contras armados por el gobierno de Reagan, quien en sus discursos televisivos, con voz y gestos de anunciador de detergentes, explicaba frente a un mapa el peligro que significaba Nicaragua, más cerca de Washington que Wyoming.

Hitchens venía en nombre de The Nation, la clásica revista de la izquierda intelectual norteamericana, donde se habían publicado las entrevistas que otro periodista memorable, Carleton Beals, hizo en 1928 al general Sandino en sus cuarteles de la montaña en San Rafael del Norte, cuando luchaba contra las tropas de ocupación de Estados Unidos.

Yo no recordaba ese encuentro de 1985, ni el reportaje que en base a nuestra conversación fue publicado en la revista Granta de Londres ese mismo año, hasta que Valerie Miles, la directora de la edición en español, me lo hizo llegar; por mi cuenta, rastreando en la red, me encontré con una foto que registra la ocasión, publicada en The Guardian en 2010. Hitchens, murió pocos meses después, en 2011, de un cáncer en el esófago. Ya nunca volvería a encontrarme con él.

En esa foto aparecemos conversando en mi despacho de la Casa de Gobierno, él sentado en el extremo de un sofá, mientras toma notas, y yo en una mecedora tejida de junco, de esas que los nicaragüenses solían sacar a las aceras de sus casas para las tertulias vespertinas.

Una cortina cubre el ventanal que da las ruinas y baldíos de lo que había sido el corazón de la ciudad, baldíos donde era posible ver algún caballo pastando la hierba reseca, y había familias hacinadas en las ruinas de los edificios aún no demolidos, sumidos en la oscurana.

Al triunfo de la revolución en 1979 no teníamos donde instalarnos, y por fin encontramos este edificio en medio de las ruinas del terremoto; sólo habían sobrevivido los primeros tres pisos de lo que había sido el rascacielos del Banco Central, y enfrente funcionaba la Asamblea Nacional, en la vieja sede del Banco Nacional, otro edificio descalabrado .

Hoy, treinta años después, según la opinión generalizada, el viejo centro de Managua "ha recuperado el alma". La avenida Bolívar, que corre al lado de lo que fue la Casa de Gobierno, ahora se llama "Avenida de Chávez a Bolívar". Comienza en la rotonda en la que se alza el monumento a Chávez, donde el rostro del comandante venezolano, con su boina roja ritual, descuella en medio de una flor luminosa de pétalos multicolores, y termina en el puerto Salvador Allende, en la ribera del lago Xolotlán, con su malecón que entra en la lista de los diez mejores de América Latina del diario El País.

Allí se han construido réplicas exactas de las casas de Rubén Darío y el general Sandino. Es como en el cuento del mapa en relieve que ordenó hacer un emperador chino, igual al tamaño del reino, escrito por Borges. En el cuento, es el mapa el que se deteriora, hasta quedar sólo ruinas "habitadas por animales y mendigos"; aquí, son las casas originales las que van menoscabándose, víctimas de la incuria, mientras estas otras, las falsas, aún huelen a cemento fresco. Igual que  en Las Vegas. ¿Para qué ir tan lejos si en la misma avenida de los casinos de juego se pueden visitar la torre Eiffel, los canales de Venecia, y el coliseo romano, todo junto?

Cuadra tras cuadra, la avenida de Chávez a Bolívar, igual que las vías principales de Managua, se halla sembrada de decenas de árboles de la vida, que la gente llama "arbolatas", extrañas estructuras metálicas de 10 toneladas y 17 metros de altura, pintadas originalmente de amarillo y ahora de los más diversos colores, e iluminadas con 15 mil bombillos Led cada una, con sus ramas en formas de arabescos. Un bosque muerto que no deja de crecer.

Un profuso kitsch sostenido por los petrodólares venezolanos, que ya menguan, y que no hubiera pasado desapercibido para Hitchens, quien en su reportaje observa que ya entonces Managua combinaba "lo peor de las ciudades del tercer mundo con lo peor del mal gusto del primero".

Managua era entonces fruto de una miseria humilde, cuando la revolución llenaba de esperanzas la oscuridad de aquellas ruinas y baldíos; en cambio, cuando ya no hay revolución, todo parece tan falso como el extraño bosque de árboles de fierro que se multiplican en una incontrolable epidemia.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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