Sergio Ramírez
Como en las viejas novelas latinoamericanas donde la selva pare personajes siniestros, señores y de horca y cuchillo, terratenientes despiadados, traficantes sin hígado, un hacendado de Anapú, en los confines del estado de Pará, la amazonía de Brasil, mandó a que unos sicarios asesinaran a una anciana monja misionera que trabajaba con campesinos pobres, ocupantes de tierras que el terrateniente alegaba eran suyas.
Son los momentos en que la realidad se comporta como a los novelistas no les gusta, es decir, de manera maniquea. El mal encarnado en Vitalmiro Bastos de Moura, el terrateniente, y el bien en Dorothy Strang, la monja. No hay matices. La noche del 12 de febrero de 2005, dos sicarios pagados por Vitalmiro emboscaron a la religiosa de 73 años cuando regresaba de una reunión con sus campesinos, y le pegaron seis tiros. Por aquel trabajo recibieron 24.000 dólares en recompensa.
Los terratenientes de la zona, que hay otros potentados cómplices del asesinato, acusaban a la monja de azuzar a los campesinos a tomarse tierras, y pusieron precio a su cabeza. En las historias sin matices los malos reciben siempre su merecido, y así ha ocurrido en ésta. Un tribunal de Belén acaba de condenar a Edelmiro a 30 años de cárcel, y los autores materiales y demás cómplices también han recibido sentencias. ¿Será entonces que la justicia aún existe?