Sergio Ramírez
Las vitrinas destrozadas de las tiendas ofrecían sus mercancías a todo el que quisiera tomarlas, trajes de gala, pianos eléctricos, perfumes, relojes, canastas navideñas, champaña, vinos, televisores, refrigeradores. Para los que nunca habían tenido nada era una fiesta, y el saqueo no tardó en empezar. Cuando Somoza ordenó cercar la ciudad con alambre de púas, los beneficiarios del saqueo fueron los de su guardia pretoriana. Nunca olvido la imagen de un sargento vestido con su uniforme caqui, en el hombro un televisor, llevando de la mano a un niño que arrastraba una bolsa colmada de mercancías, alejándose ambos apaciblemente calle abajo.
La vieja Managua idílica fue borrada del mapa, pero nunca de la memoria, ni de la imaginación. Hay tantas Managuas de antes del terremoto como cabezas que recuerdan con nostalgia. Hoy lo que existe es una ciudad que ha multiplicado su número de habitantes, más de millón y medio, pero que nunca recuperó su centro, islotes de un archipiélago que resultó también del cataclismo.
Una ciudad que no es ciudad, hecha para los vehículos, pero no para la gente, sin sentido urbano, sin aceras, sin espacios de recreación, sin parques, fruto de la improvisación y de la desidia, marcada por los signos más ofensivos de la pobreza masiva, que conviven con los de una modernidad impostada, en un abismo de contrastes. La pobre y desarrapada novia del Xolotlán.