Félix de Azúa
En cierta ocasión, de haraganeo por Ribadesella, entré en las fascinantes cuevas de Tito Bustillo, uno de los lugares más misteriosos de Europa. A lo largo del recorrido permitido, que viene a ser como de un kilómetro, las gigantescas estalactitas forman un bosque pétreo cuyas sombras producen efectos siniestros y fantasmales. En una de ellas nuestro guía señaló unas muescas del fuste.
Aunque nadie sabe absolutamente nada sobre la vida y costumbres de nuestros abuelos hace decenas de miles de años, algunos elementos nos permiten deducir ciertas prácticas arcaicas. En este caso, es probable que los trogloditas usaran unos instrumentos de percusión, seguramente de madera, para producir algunos sonidos golpeando la columna calcárea rítmicamente. Uno los imagina graves y prolongados, como de una gigantesca campana, recorriendo la totalidad de la enorme cueva y provocando el pasmo de la horda establecida en la entrada, único lugar donde se han encontrado restos de habitación. Esa debía de ser una de las formas, entre miles, de la perpetua indagación de los mortales sobre su situación en el cosmos.
Desde el inicio de nuestro recorrido como simios erectos, los humanos hemos buscado algún modo de dar sentido a lo que percibíamos y nos rodeaba. Lo he dicho a la manera moderna para que se advierta la diferencia. Lo que hacían los antiguos no era "dar sentido" (¡como si pudiéramos dar sentido a algo!), era más bien preguntar directamente a las fuerzas externas con el fin de obtener una respuesta familiar o por lo menos no destructiva. No buscaban nada, no investigaban, no experimentaban. Todo eso es moderno. Dirigían sus preguntas al exterior, al mundo, al firmamento, a los animales y plantas, a los meteoros, a los dioses y ensayaban diversas formas de preguntar: halagar, regalar, complacer, augurar abriendo animales en canal o leyendo los reflejos del agua y el vuelo de las grullas, ordenando los circuitos astrales… y escuchando atentamente los sonidos y tratando de dominarlos. De entre todas las formas de apelar a los poderes desconocidos, la de los sonidos era la principal.
Por esta razón una obra monumental como el "Diccionario de música, mitología, magia y religión", mil ochocientas páginas que ha escrito Ramón Andrés él solito y publicado la editorial más prestigiosa del momento, Acantilado, tiene una extraordinaria coherencia. Es cierto, la música, la magia, los mitos y la religión fueron juntos prácticamente hasta el siglo XVIII. ¡Todo varió de dirección a finales de ese siglo, como si la humanidad decidiera (o fuera decidida a) elegir un nuevo camino a ciegas! Es un fenómeno del que aún no tenemos ni una sola idea consistente.
Ramón Andrés es un sabio que ha publicado trabajos imprescindibles para cualquier aficionado a la música seria, pero en este descomunal diccionario ha reunido y concentrado todo su inagotable saber. Una sabiduría, por otra parte, determinada por el oído. En una ocasión, viajaba yo con él, camino de Pamplona, y al pasar por unos campos trigueros que empezaban a verdear detuvo la marcha y se acercó al sembrado. Vi que se acuclillaba y prestaba atención. Estaba escuchando cómo crecía la yerba. Ya imagino la sonrisa escéptica del lector, pero qué le vamos a hacer, él oye más que nosotros. "Este año mocea bastante más aguda que el año pasado", me dijo con una vocecilla apagada, cenicienta, que apenas utiliza porque es todo oídos, antes de volver a poner el coche en marcha.
Naturalmente el diccionario es para ser leído a trozos y por entradas. Yo me abalancé sobre "Melancolía" (estaba entonces trabajando sobre pintura melancólica) y devoré veinte páginas magistrales. La estrecha relación entre la música y la melancolía, hija del padre Saturno, es del dominio común, pero Andrés sabe cosas que muy poca gente conoce. Por eso, dejarse llevar por la voluptuosidad de las entradas, "Abedul" (magnífica), "Treno" (sí, viene Stravinsky), "Herrero" (los del flamenco saben perfectamente cómo suena un yunque), pero también, ¿por qué no?, "Jentyenirti" o "Lemminkaïnen", procura el mismo placer que una de esas schubertiadas en las que no sabes si la próxima canción será de risa o de llanto.
Meterse en esta aventura una vez al día es una buena gimnasia para el intelecto, pero también un manantial de sugerencias para la fiesta: "¡Cielos, voy a escuchar de inmediato el "Kulervo" de Sibelius!", se dice uno tras leer la última entrada mencionada. He aquí una ocasión de oro para regresar al más celebrado incesto de los hiperbóreos.
No me ha parecido que los diarios de nuestro bendito país le hayan dedicado el lugar que merece a esta magna obra de toda una vida, así que me adelanto a decirles que es un perfecto regalo de navidad, siempre que el regalado sea persona de morro fino. Y que no grite al hablar.
Artículo publicado en Jot Down.