Sergio Ramírez
Su padre era dueño de una ferretería en la vieja Managua, y un día lo llamó para que viniera a asomarse a la puerta. Al otro lado de la calle el general Sandino salía de la camisería Ideal con los hombres de su estado mayor; ya había firmado la paz y entregado las armas, pero la acechaba la traición. El dueño de la camisería, simpatizante de su causa, quería obsequiar a todos ellos unas camisas, y venían de que les tomaran las medidas. Al lado de la camisería había una cantina de pared rosada, y un fotógrafo los retrató frente a aquella pared. Era el 21 de febrero de 1934, y esa misma noche sería prendido y asesinado por órdenes de Somoza. El niño tenía siete años, y la escena quedaría fijada en su memoria igual que en la placa del fotógrafo; de allí saldría uno de los grabados del portafolio, Adiós a Sandino.
El recorrido de Morales fue largo, cada etapa un ciclo que al completarse daba paso a otro en el que su maestría fue siempre madurando, hasta llegar a las selvas amazónicas de grandes formatos, de cuya factura fui testigo en su estudio de París, un artesano que trabajaba de diez a doce horas diarias en un cuadro, selvas que olían a frutas podridas porque compraba en el supermercado vecino mangos, piñas, guayabas, y las dejaba descomponerse para poder oler lo que quería oler, porque también pintaba con el olfato. Y luego las tauromaquias, y Venecia, y los descendimientos de la cruz, como si al cerrar sus últimos ciclos no hiciera otra cosa que volver a los clásicos, probándose en los clásicos, porque ya era un verdadero clásico.
La infancia rescatada de las profundidades del sueño hasta convertirla en vigilia. La cabeza que vigila y la mano que sueña.