
Sergio Ramírez
No he hablado aún de la verdadera víctima propiciatoria en el caso de la vindicta moral de Estados Unidos versus el gobernador Elliot Spitzer. Ella es su esposa, Silda Wall. He tenido que averiguar su nombre porque en las crónicas no se la menciona, y sólo la he visto frente a las cámaras al lado del marido, cumpliendo con el rito de costumbre impuesto a las esposas de quienes confiesan en público sus delitos sexuales. Por eso es que no necesita nombre, es su imagen la necesaria. La imagen de la esposa fiel al hogar y a la institución del matrimonio, pase lo que pase.
Me llamó la atención la dureza trágica de su rostro cansado, avejentado por el dolor de la humillación al cumplir esa ley no escrita de que la mujer del trasgresor tiene que estar de pie junto al marido para oírlo confesar que es cliente de una prostituta de lujo, y que se arrepiente, y que pide perdón por ello, algo que no se dilucida en la intimidad, entre la pareja, sino frente a los focos de la televisión.
El hogar es ahora el set. El ámbito privado se multiplica en millones de pantallas, el conflicto desborda las paredes de la casa, y se convierte en un asunto de todos. Ella está allí sólo para certificar eso, que ha perdido el control sobre su vida privada, y no tiene más remedio que demostrarlo con su presencia, unos pasos ligeramente atrás y al lado del marido, callando, y fingiendo una dignidad que evidentemente no acude a su rostro.