
Sergio Ramírez
El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, suele hacer proclamas de austeridad y humildad a sus subordinados del proyecto socialista bolivariano, a quienes insta a desprenderse de sus apetitos y de sus posesiones materialistas para dar el ejemplo. Pero no es tan fácil en una sociedad de consumo como la venezolana, donde quienes pueden hacen cola hasta de seis meses para recibir un Mercedes, un Jaguar o un Hummer que han ordenado. Y aquí viene la dicotomía. El gobernador del estado de Carabobo, que es chavista a muerte, no encuentra contradicción entre el lujo y las convicciones revolucionarias. "¿Es que acaso nosotros los revolucionarios no tenemos derecho a tener a una camioneta Hummer?", dijo el año pasado ante cuestionamientos de la prensa; "si ganamos plata, podemos hacerlo".
¿Pero cuánta plata puede o debe ganar un revolucionario? ¿Y de dónde sale la plata si un estado austero por revolucionario, no debe pagar más que salarios modestos a quienes le sirven? El asunto es que por este camino, un gobierno revolucionario puede quedar llamándose así sólo de nombre, como pasó en México bajo sucesivos gobiernos del PRI, el Partido Revolucionario Institucional. Ya se sabía que los presidentes heredaban siempre, al salir del poder, grandes fortunas compuestas por cuentas bancarias, rentas inmobiliarias y bursátiles, casas de descanso, flotas de vehículos, mansiones. Uno de ellos, que dijo que defendería la economía del país como un perro, se hizo construir una mansión en una colina a la que el ingenio popular llamó "la colina del perro"…