Sergio Ramírez
No desaparecieron las dictaduras, es cierto. Vinieron otras, en no pocos casos peores, las dictaduras del cono sur, por ejemplo, o la de Duvalier, sucedido a su muerte por su hijo Baby Doc, o las que siguieron en Guatemala, que acaba de regresar a Haití, como si nada. Todas ellas establecieron el genocidio como regla, los cementerios clandestinos, los desaparecidos.
Hoy, cuando vemos al general Videla, el dictador de Argentina, sentado en el banquillo de los acusados, juzgado por sus crímenes, parece un anciano inofensivo que aún no acaba de entender lo que le está pasando, como no lo entendió el general Pinochet, el dictador de Chile, cuando vestido de lord inglés recibió en Londres la notificación de que era un reo sujeto a un proceso de extradición.
Y Mubarak, ¿pensó alguna vez que también sería borrado de la foto? No lo pensó, con seguridad. La gente, entusiasta y enardecida, desgarró por todo El Cairo los gigantescos afiches con su efigie, de modo que en las tomas de televisión podemos ver unas veces que sólo le queda la mitad de la cara, o sólo un ojo, o sólo la frente, mientras las manos vindicativas progresan en su implacable tarea hasta hacer desaparecer su rostro para siempre.
Otro dictador de mala memoria, que olvida lo que los pueblos siempre recuerdan.