
Sergio Ramírez
Mi padre se negó al principio con mucha vehemencia a permitirme que me hiciera proyeccionista. Ya me veía abandonando los estudios de secundaria que apenas empezaba, para ir después del bachillerato a hacerme abogado a la universidad. Era un plan que meditaba cada día, aún en voz alta, su sueño despierto de todos los días.
Pero al fin los argumentos de mi tío Ángel lo persuadieron: podía estudiar, y trabajar, así me haría responsable desde niño; además, iba a ser como una distracción, si de todos modos yo vivía metido en la caseta. Y la extraña condición de mi padre, al aceptar, fue que yo no recibiría ningún sueldo.
Esa misma noche me instalé en la caseta, dueño del reino que estaba para mí. En aquella caseta de tablas, con sus ventanillas que se cerraban con postigos movibles clavados a un fiel para que el haz de luz de un aparato no estorbara al que lo reponía, yo tuve mi escuela de cine, y de escritor, porque la forma de narrar se emparentó desde entonces en mí con los encadenamientos, las disolvencias, los fundidos, los planos, los retrocesos en el tiempo, los diálogos. El postgrado lo hice en el Cine Arsenal, en Berlín, veinte años después, viendo por meses dos películas diarias.