Sergio Ramírez
En esta historia del asilo de ancianos de Providence, es la primera vez que me encuentro con la mención de un ángel de la muerte en forma de gato. Los gatos, ascendidos a divinidades de primer orden en la cultura religiosa egipcia, no estaban en los altares para asustar con veleidades fúnebres, sino para ser adorados como amables dioses domésticos, guardianes del hogar, y benefactores sociales, porque se comían a las ratas que depredaban las cosechas, y salvaban así a los súbditos del faraón de las hambrunas. Razones prácticas llevan a veces a la canonización.
Pero si lo vemos bien, escurridizo y misterioso como es, un gato está bien dotado para cumplir las funciones de heraldo de la muerte. Le faltan las alas, asunto que debe ser echado en falta, pero no tanto. Algunos de los más conspicuos ángeles del antiguo testamento, anunciadores de desgracias funestas, nada menos que la destrucción de Sodoma y Gomorra bajo una lluvia de fuego, que ni los bombardeos en Irak, no tenían alas del todo. Y esa vez eran tres, tan atractivos de estampa como para que los pervertidos vecinos de Sodoma quisieran violarlos, algo que impidió el viejo Lot con el sabio recurso de ofrecer a los amotinados sexuales a sus propias hijas doncellas, a cambio de que dejaran en paz a los varones celestiales.
Qué tal sin en lugar de mancebos de cabellera rubia hubieran sido gatos esos tres ángeles de la muerte. Se hubieran defendido mejor con sus zarpas afiladas del acoso de la turba lasciva.