Marcelo Figueras
Cuando era feliz e indocumentado, como diría García Márquez, leía en todas partes y en cuanta circunstancia me lo permitiese. Si encontraba la forma de leer durante clase –por supuesto hablo de leer textos de ficción, y hasta historietas, no de libros de estudio-, lo hacía a escondidas de la mirada de la maestra. Cada viaje en autobús era un rato en una biblioteca ambulante: aun cuando ya no cupiese dentro ni un alfiler, yo elevaba mi libro por encima del nivel de las cabezas y leía igual. ¿El baño? Una biblioteca para un único lector. ¿Las vacaciones? Mensuradas en cantidad de libros leídos. (Recuerdo haber armado un bolso con veintinueve novelas para pasar enero en Santa Rosa de Calamuchita, Córdoba. No me alcanzaron. No me quedó más remedio que aprender a andar en bicicleta, de puro aburrido.)
Con el correr de los años las cosas se empezaron a complicar. Ya no puedo leer mientras conduzco el auto. (Aunque a veces lo hago durante el semáforo rojo.) No soy de leer en el dormitorio, tampoco soy de los que lee antes de dormir. El baño sigue siendo irreemplazable, a Dios gracias, pero por lo demás el único espacio que me queda para leer es el sillón del living, que es tan cómodo como –o más que- mi cama.
El otro problema es el tiempo. A menudo las responsabilidades son tantas, que sólo me dedico a materiales que estoy obligado a leer por cuestiones de trabajo. Textos históricos o científicos, novelas que debo comentar o presentar. En los ratos libres, es más fácil ver una película en DVD que meterme dentro de un libro: una película se puede compartir con la gente que te acompaña durante la cena o el café de la noche, un libro no. (Cuando era feliz e indocumentado no existían ni siquiera las videocasseteras, así que uno sólo miraba las películas cuando las pasaban. Ahora uno las mira cuando quiere. Y yo quiero todo el tiempo.) Entre los muchos motivos por los que me gusta viajar, también está el de que me permite leer mucho. Rumbo al Japón, por ejemplo, debo haber dormido seis horas y leído durante dieciocho.
No sé ustedes, pero yo tengo rachas. Paso temporadas enteras en las que mi lectura es mínima, reducida tan sólo a lo que necesito para funcionar. Y hay otras en las que no puedo parar. En estos días, por ejemplo, estoy casi frenético. En los huecos del trabajo leo libros que me sirven o me inspiran para lo que estoy escribiendo: Ondaatje, T.E. Lawrence, Las Historias de Heródoto. En huecos que hago dentro de los huecos leo libros que van cayendo entre mis manos: por ejemplo una antología de relatos sobre sexo llamada En celo, escritos por autores jóvenes argentinos como Juan Terranova, Mariana Enríquez, Florencia Abbate, Patricia Suárez y muchos más. Y en los huecos que hago dentro de los huecos que le hice a los huecos originales leo por puro placer. Así leí Divisadero, la nueva de Ondaatje, y releí El guardián en el centeno, y acabo de terminar The Golden Compass de Philip Pullman. (Que es una trilogía, así que se vienen The Subtle Knife y The Amber Spyglass.)
¿Y ustedes, cómo la llevan? Me refiero a la batalla para conservar espacio y tiempos de lectura: ¿vienen resistiendo, o están perdiendo por goleada?