
Sergio Ramírez
Cuando entré a estudiar mi carrera de derecho, los códigos que me tocó aprender definían el adulterio como un delito de la mujer, pero nunca del hombre. Su prueba servía como causal de los juicios de divorcio, y cuando el hombre alegaba el adulterio, debía probarlo con testigos visuales y cartas comprometedoras. Yo solía leer los boletines judiciales, donde se copiaba una relación detallada de esos procesos, como verdaderas novelas de intrigas amorosas.
Los hombre casados, a quienes la ley preservaba del delito del adulterio, sólo podían ser culpados de "amancebamiento escandaloso", que como se ve, era una figura hipócritamente calificada. No un amancebamiento cualquiera, sino escandaloso, y el código lo definía: siendo casado un hombre, mantener otra mujer con casa puesta, a la vista pública. Si lo hacía a escondidas, y se cuidaba de que el secreto no fuera revelado, bien podía seguir pecando. El pecado estaba en el escándalo.
Cuando nuestro profesor de derecho civil era preguntado acerca del porqué de esa diferencia discriminatoria, respondía con todo aplomo: "porque sólo la mujer es capaz de llevar sangre extraña al hogar".
Lógica inexpugnable.