Sergio Ramírez
Vactor pareció al principio preso de la serenidad. Pero no habían pasado tres minutos cuando empezó a revolverse inquieto en el duro asiento, y de pronto pareció sofocado por aquella inundación que le llenaba los oídos, y también las narices y la boca, en su rostro ya la angustia del que sabe que se está ahogando. Y ocurrió lo que debía ocurrir. No se dio él mismo a la fuga, acosado por las fugas, sino que volvió contrito delante de la jueza a pagar la multa completa, despreciando así la magnánima oportunidad que había recibido de compensar el daño infringido a la paz social, educando a la vez su gusto en la música.
A pesar del carácter pedagógico que su señoría, la jueza Fornof-Lippencott, del primer circuito del condado de Champaign, quiso dar a su sentencia, salta la duda acerca de si esa sentencia no era por su propia naturaleza punitiva, y sólo pretendía equilibrar las cargas, como se solía hacer en la antigüedad con la ley del Talión, ojo por ojo, diente por diente: obligar al alborotador a escuchar a la fuerza lo que no le gustaba, como él había obligado a imponer a otros su propio gusto. El rap, que un día, a lo mejor, sonará impresionante y majestuoso a los oídos de otros siglos, igual que impresionantes y majestuosas, como cataratas que se despeñan de manera infinita, suenan las fugas de Bach en los armonios colosales de las catedrales.