Vicente Molina Foix
Empecé a contarle con detalle a una amiga un sueño que había yo tenido la noche antes, un sueño trepidante, hípico más que edípico, lleno de saltos de obstáculos, pero ella, después de oírme hasta el final con cortesía, me dijo: "Yo no le doy importancia a los sueños". Nunca se me había ocurrido atribuirles a los sueños importancia, aunque una actividad que nos entretiene casi un tercio de nuestras horas alguna intriga ha de tener. Se puede, evidentemente, vivir sin recordar los sueños ni concederles valor, del mismo modo que muchos, pudiendo darse el lujo de comer bien, sólo se alimentan para subsistir.
Hace poco menos de dieciséis años, el 9 de julio de 1993, decidí tomarme en serio los sueños e incluso hacer con ellos un poco de literatura. Desde el Romanticismo, y aun antes, numerosos poetas y prosistas han practicado de un modo onírico la escritura automática, pero lo mío iba a ser diferente: el sueño como ‘delicatessen’ del menú del día. En la primera página de un libro blanco forrado de tela con dibujo de flores negras, el regalo de un antiguo amor que no me guardaba rencor, anoté: "Diario de sueños", sin saber si iba a ser más constante que en el bachillerato, cuando hice un primer amago de diario que sólo duró unas semanas. Sí sabía el motivo que esa segunda vez me llevaba a intentarlo. Desde febrero comparecía de forma frecuente en mis sueños Juan Benet, el gran amigo y maestro muerto en la madrugada del 5 de enero de aquel año, y en julio me puse a la tarea de trascribirlos al despertarme cada mañana, como una manera de retener por escrito las apariciones de una figura tan querida, tan esencial, tan intempestivamente desvanecida.
En los días posteriores de ese verano continué las anotaciones, incluso cuando los sueños no tenían a Juan de protagonista, y también consigné algunas actividades o sucesos diurnos. El diario no se ha interrumpido desde entonces, y hoy va por su vigésimo libro, unas cinco mil páginas en total, calculo a ojo, escritas todas a mano y a tinta, siguiendo la pauta de empezar con el relato de los sueños tenidos la noche anterior (cuando los recuerdo), y añadiendo después -sin cortapisas ni pudores, pero sujeto, eso sí, a la arbitrariedad de las ganas o al cansancio- lo visto, lo leído, lo experimentado o lo escuchado, fuera y dentro de casa, en el resto de cada jornada.
En este blog, que si llevara un título bien podría ser ‘Diario del dormido y del despierto’, hablaré de los sueños, pero no sólo de los que uno tiene en la cama. De la continuidad en la vida diaria de esa narración discontinua tan única y tan preciosa que se crea, se desarrolla, se alberga momentáneamente en la cabeza y después se pierde sin remedio. Del amor al sueño y de algunos sueños amorosos, sin por ello esquivar la decepción que tantas veces sigue al despertar, cuando se empieza a tomar contacto con el mundo leyendo un blog de otro, un periódico, oyendo la primera mala noticia del día. Esos informes de lo real sucedido mientras dormíamos nos sacan del reino soñado, y como tal poseen la crueldad del periodismo, donde gobierna absolutamente el ‘kitsch’, según decía Hermann Broch. La realidad, en efecto, insiste en tener mal gusto, pero siempre nos queda, para ser príncipes, recuperar de noche las sábanas.