Sergio Ramírez
Anastasio Somoza, poco antes de huir a Miami con su familia y sus más íntimos allegados en julio de 1979, llenó de gente una plaza de Managua, empleados públicos y campesinos acarreados en camiones del estado, en sus manos, por igual, fotografías suyas de cuando era joven y esbelto, y no la caricatura envejecida en que también se había convertido. La gente en la plaza gritaba ¡no te vas te quedás, no te vas te quedás!, mientras él, en la tribuna, saludaba con los brazos en alto detrás de una mampara de vidrio a prueba de balas. Sólo conservaba Managua, la capital, o partes de ella. Las ciudades más importantes del país estaban ya en manos de los rebeldes, como ahora en Libia. Aquellos gritos ya no servían de nada. No se quedaba, se iba, Ya se estaba yendo.
Había bombardeado las ciudades y los barrios insurreccionados de Managua con aviones artillados con cohetes, y cuando se le acabaron las bombas, con barriles de quinientas libras rellenos de dinamita. Se fue, dejando una estela de sangre, más de veinte mil muertos. Y siempre repitió, hasta el último momento, que quienes buscaban derrocarlo, quitarle el trono, el cetro y la corona al dios vivo que él era, no eran sino terroristas, drogadictos, fanáticos, a los que también había que cazar casa por casa. Viejas palabras del repertorio de los dioses vencidos.