Sergio Ramírez
Este otro dios, cercado en su fortaleza de Bab el Zizia, y que gusta de los disfraces, arropado en vestiduras de beduino, o vestido de mariscal de charreteras doradas y vistoso quepis, debe ya tener dudas serias sobre su propia inmortalidad, en la medida en que su poder se resquebraja como un decorado comido de manera implacable por la polilla de la animadversión popular, que termina trocándose en furia.
Los dioses provisionales suelen fabricar sus propios escenarios. El coronel Kadafi se asoma al borde de un muro rodeado de sus Guardianes de la Revolución, los mismos que matan a mansalva en las calles de Trípoli a todos los que ya no creen en el dios verde, para contemplar a sus partidarios, que han sido congregados allí para gritar vítores, para ensalzarlo, portando muchos de ellos sus retratos de cuando era joven, fabricados en serie. ¿Se asoma para darse confianza, para reforzarse en su idea de permanencia para siempre en el poder, o para despedirse, porque el estrépito de los decorados que se derrumban llega desde toda Libia, desde Sirte, desde Bengasi, desde Tobruk?
El dios envejecido, que se deforma en caricatura, la cara rellena de botox, y que lanza sus legiones de helicópteros Apache sobre la población civil indefensa como castigo de los cielos, el rayo que sale de su mano y que calcina y mata, juega su último juego, el del amor de su pueblo, el de la devoción imperecedera de sus criaturas.