Sergio Ramírez
Pero antes de lo moderno, y lo postmoderno, existió el modernismo, y existieron los modernistas, que fueron periodistas, además de poetas, aunque solemos olvidarlo. Esas formidables crónicas de finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte, escritas por la pléyade de modernistas que encabezó Rubén Darío, y que formaban Leopoldo Lugones, Amado Nervo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, eran extensas, ocho a diez folios. El periodismo vivía su mejor momento, porque la crónica era su pieza fundamental, y más visible.
Imagino esos pliegos de letra apretada que abultaban los sobres y que viajaban por correo marítimo desde las capitales europeas hacia México, Bogotá, Buenos Aires, relatos hijos de la mano impaciente y no del tecleo, crónicas que no perdieron nunca su naturaleza literaria, que arrancaban en la primera página de los periódicos, y cuando pasaban a componer un libro se sostenían con la fuerza y la armonía que les daba, precisamente, su naturaleza literaria.
Es decir, gracias a la calidad del lenguaje podían sobrevivir a la hecatombe del diario que envejece y muere al día siguiente. Pero al mismo tiempo estaban los despachos por telégrafo que iban a través del cable submarino, la formidable invención transformadora de las comunicaciones en los albores de la era radioeléctrica.