Sergio Ramírez
De todos modos, los entierros multitudinarios son una tradición argentina, y las celebridades son veladas a féretro descubierto en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso Nacional, entre los últimos la cantante Mercedes Sosa y el cantante Sandro, y los presidentes en el Salón Azul, como en el caso del propio Juan Domingo Perón, y de Raúl Alfonsín, fallecido el año pasado. Salvo Kirchner, y salvo Evita, velada en la sede de la Confederación General del Trabajo, la CGT, y luego momificada, un cadáver sin reposo, como tan bien lo cuenta Tomás Eloy Martínez en su inolvidable novela Santa Evita.
La pregunta aún abierta es si la presidenta Kirchner, para seguir adelante y aún reelegirse, será capaz de suplir por sí misma las habilidades políticas de su esposo, que haciendo su parte en el dúo manejaba todos esos hilos sensibles, muchos de ellos subterráneos, tejiendo alianzas, alineando facciones y descabezando enemigos, lejos de sentimentalismos y contemplaciones, todo de una manera tan minuciosa y obcecada, sin reparar en la precariedad de su propia salud, hasta que semejante dedicación sin tregua terminó con su vida, porque ya se sabe que el poder viene a ser un monstruo hambriento que nunca llega a saciarse, y se alimenta de más poder.
Unos días después del sepelio de Kirchner en su ciudad natal de Río Gallegos, cerca del lugar donde murió, ya de vuelta en la Casa Rosada la presidenta empezó a cumplir de nuevo con su agenda rutinaria. Fue a Córdoba para la presentación de un nuevo modelo de automóvil en una fábrica, y ante una concentración de trabajadores dijo en su discurso que se sentía menos triste porque lo veía a él, (él era Néstor, su esposo, pero no lo nombró), caminando entre la multitud, y eso le daba fuerzas.
Esta también es una vieja tradición del peronismo, desde la muerte de Evita, y desde la muerte del propio general Perón. Hayan sido enterrados o no, los muertos nunca mueren. Andan siempre entre la gente, como fantasmas sin quietud, para sostener el poder a los vivos.