Sergio Ramírez
Como escritor debo buena parte de mi formación a las radionovelas, las tiras cómicas y el cine. Fueron la marca de mi época, y sólo mucho más tarde entró en mi vida la ópera. El Capitán Marvel vino a ser un personaje más trascendental en mi infancia que Sandokán el tigre de la Malasia de Emilio Salgari, novela que primero oí que leí, pues la conocí antes por las dramatizaciones de la radio. Como dije, muchas de las revistas de historietas venían a Nicaragua para entonces desde Argentina, donde eran traducidas y adaptadas, y el niño marginado que se transformaba en el Capitán Marvel a la exclamación de ¡Shazam! era un vendedor de periódicos, lisiado de polio en una pierna, y que usaba por tanto muletas, con lo que desde entonces aprendí la palabra porteña canillita por voceador.
El anciano mago Shazam había infundido al capitán Marvel la fortaleza y virtudes que estaban en las letras de su propio nombre: S por la sabiduría de Salomón, H por la fuerza de Hércules, A por la resistencia de Atlas, Z por el poder de Zeus, A por el valor de Aquiles y M por la velocidad de Mercurio. Y en esto, el Capitán Marvel no se diferenciaba de ninguno de los héroes clásicos que obtienen sus facultades por gracia de un dios o de un taumaturgo, y que les son dadas para combatir el mal. Que un niño pobre e inválido pueda transformarse en un musculoso y apuesto adalid que vuela y resiste el fuego y las balas, no es poco desafío y encantamiento para la imaginación de otro niño que repasa con avidez las páginas de una revista donde los dibujos cuentan semejantes hazañas, y así se encandila para siempre con las historias de imposibles que un día también querrá contar.