Sergio Ramírez
Dickens habría de recibir entonces centenares de cartas de los lectores para que salvara a Little
Nell Trent, a punto de sucumbir ante la muerte. Lo meditó. Y en sus paseos solitarios junto al Támesis, decidió que la niña debía morir. En el universo de sus personajes, era dueño de la vida y de la muerte. Sabía que los finales felices son los más fáciles en la literatura, y los más perecederos, igual que pasa en el cine hoy día. Que lo diga Hollywood.
Dickens es el más grande de los novelistas de folletín, e impuso las reglas dramáticas del género, que después copiaron las radionovelas y las telenovelas. Un buen guionista de esos géneros tiene que leer a Dickens. Creó el suspenso entre capítulos, y eso fue lo que lo hizo
atractivo para miles de lectores. La intriga de quien leyendo, no sabe lo que va a ocurrir en la siguiente entrega. El suspenso, el secreto bien guardado que sólo se devela cuando debe develarse.
En su novela Historia de dos ciudades, una de sus últimas, y por lo tanto fruto de su madurez
de escritor, Dickens se desplaza hacia un pasado que si tuvo una enorme influencia, él no vivió, ni conoció: el escenario de la revolución francesa, ocurrida en el siglo anterior al suyo. Su juicio, en este caso, es histórico, y no puede ser de otra manera frente a un suceso que habría de afectar las relaciones entre Inglaterra y Francia, y no sólo eso, el futuro de Europa y de la humanidad entera.