Sergio Ramírez
Llegamos a la plazoleta frente al teatro, allí nos despedíamos por el momento, porque a Mario se lo llevaban para que entrara por la puerta de los actores, pero antes, como veo que hay una especie de tumulto en la plazoleta y las puertas del teatro están cerradas, le digo: no han abierto todavía las puertas. Y quien se lo llevaba para hacerlo entrar por la puerta escondida, dice: qué va, si es que ya está lleno, esta gente se quedó afuera y ya no pudo entrar.
Y adentro, era cierto, la gente estaba que rugía y no cabía un alma, centenares de muchachos y muchachas sentados aún en los pasillos laterales, y luego se abrieron las cortinas y apareció Mario como un torero avergonzado porque la ovación no terminaba y aquello era un desorden, primero, que se callaran los aplausos y que se callara el gentío que se había quedado afuera y que parecía que iba a botar las puertas. Y luego ya Mario sentado por fin frente a una mesita con una pequeña lámpara verde, pero nadie quería respetar el orden del recital porque cada quien pedía un poema a gritos, no sólo dando el título, sino que el solicitante empezaba a recitarlo, todos enardecidos por las palabras como en una gran rebelión juvenil, y Mario hacía lo que podía para imponerse hasta que su propia voz los fue callando a todos y entonces una sentía la presencia del milagro y cómo la leyenda iba haciéndose carne entre nosotros en el escenario, Mario leyendo ya a la luz de su lamparita verde con voz suave y pausada sacada de las entrañas del sur desde donde venía, y allí pudo haberse quedado toda la noche y toda la vida.