Sergio Ramírez
Cuando decidido a convertirme en escritor buscaba referencias contemporáneas, y tocaron mis primeras visitas a México a finales de los años sesenta del siglo pasado, entre esas referencias capitales estuvo Monsivais, al lado de Carlos Fuentes y Fernando Benítez, y también al lado de Elena Poniatowska, nombres que solía encontrar en las mesas de novedades de la librería del Sótano vecina a la Alameda, y también en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!, donde Monsivais oficiaba al lado de Benítez.
Lo conocí en un viaje que hicimos juntos a Austria en 1971, pasajeros los dos de un inmenso jumbo jet que abordamos en Nueva York, de los primeros que volaban, para asistir a una reunión de juventudes en Salzburgo, que inauguró el recién electo primer ministro, Bruno Kreiksy, y a la que concurrió como expositor dom Hélder Camara, el célebre arzobispo de Recife.
Fue el inicio de una amistad de permanentes afinidades que volvieron siempre a despertar cada vez que lo leía. Y desde entonces, reconocí en Monsivais al lector pantagruélico que era y sigue siendo, provisto como iba esa vez en el avión, además de un lote de libros diversos, de un impresionante mazo de revistas. Y reconocí también desde entonces en él al singular conversador que siempre fue, armado de juiciosos silencios, de pausas para escuchar, o de sonrisas de desdén que valían por la más irónica de sus frases.