Sergio Ramírez
En el año de 1944 Centroamérica conoció el efecto dominó que hoy están viviendo los países árabes, porque el fuego se está pasando también a Yemen, a Jordania, a Argelia. Se acercaba el fin de la Segunda Guerra Mundial, y la lucha contra el nazifascismo hacía soplar vientos democráticos que los dictadores de las repúblicas bananeras ignoraron, confiados en el sempiterno apoyo de los Estados Unidos.
Esta colección era de marca mayor: el general Maximiliano Hernández Martínez, presidente de El Salvador, que había ordenado la matanza de miles de indígenas en Izalco en 1932; teósofo, curandero y quiromante, tenía ya trece años en el gobierno, reelecto siempre en comicios en los que aparecía como candidato único. El general Jorge Ubico, presidente de Guatemala, con los mismos años de permanencia en el poder que su par de El Salvador, tanto se creía la reencarnación de Napoleón Bonaparte que se vestía y se peinaba como él. El general Tiburcio Carías Andino, presidente de Honduras, a la que gobernó desde 1932 como su propia hacienda; maestro de escuela, abogado, y militar, había ideado una silla eléctrica de voltaje moderado para sentar en ella a los prisioneros políticos remisos a declarar sus culpas contra el régimen. Y la cuarta perla de ese collar, el general Anastasio Somoza García, impuesto en el poder en Nicaragua por las tropas de intervención de Estados Unidos en 1934, el más marrullero de todos.