
Sergio Ramírez
Fui a votar la mañana del 9 de noviembre a pesar de que los nubarrones de fraude eran demasiado espesos. El Consejo Supremo Electoral había prohibido arbitrariamente la participación de dos partidos con representación parlamentaria, el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), y el Partido Conservador (PC); le había quitado su propio partido, la Alianza Liberal Nicaragüense (ALN), al candidato a alcalde por Managua, Eduardo Montealegre, para entregárselo a unos aliados de Ortega; las manifestaciones opositoras al régimen habían sido disueltas a garrotazos, pedradas y balazos; haciendo uso de los fondos del ALBA, la plata de Chávez, el gobierno había entregado en las dos últimas semanas de la campaña electoral terrenos urbanos, vacas, cerdos, láminas de zinc, bolas de fútbol, bolsas de comida, bicicletas, en los barrios más pobres y marginales; y en los días anteriores a la elección, miles de votantes se agolpaban en las oficinas electorales reclamando sus cédulas de identidad, que no les querían entregar, y que a muchos al fin no entregaron.
Y tampoco el Consejo Supremo Electoral quiso admitir que las elecciones fueran observadas por el Centro Carter y la Organización de Estados Americanos (OEA), que tradicionalmente han cumplido ese papel desde el año de 1990; ni por los organismos nacionales, Ética y Transparencia, y el Instituto para el Desarrollo y la Democracia (IPADE), que también lo han hecho en el pasado, con conducta impecable.
Íbamos pues, a lo que en Nicaragua llamamos una pelea de burro amarrado con tigre suelto. Pero íbamos. ¿Por qué?