
Sergio Ramírez
Desde la guerra de los Cristeros, cuando campesinos católicos se enfrentaron con las armas a las tropas del gobierno, una de las últimas secuelas de la revolución, no se registraba en México una situación de violencia de semejante magnitud.
El horror diario alcanza las páginas de los periódicos, que ante la abundancia de hechos no pueden sino resumirlos. Doce personas decapitadas en Mérida, capital del estado de Yucatán; tres de los presuntos autores fueron capturados en las cercanías de Cancún, en poder de las hachas con que habían cercenado las cabezas de sus víctimas. Se mata por rivalidades entre bandas, por venganzas organizadas, por advertencia. No pocas veces, junto a los cuerpos mutilados, o junto a las cabezas, hay mensajes para las autoridades locales y para la policía.
En Durango, las cabezas de dos mujeres fueron dejadas a pocos metros de las oficinas de la Procuraduría. En Nogales apareció otra cabeza en una hielera, y otra en una bolsa de basura, al lado una nota escrita con amenazas. Y las advertencias se expresan también en las llamadas "narcomantas", que amanecen colgadas de los puentes viales, en las que los traficantes denuncian la complicidad de las autoridades con determinadas bandas.