Sergio Ramírez
Antes del premio Príncipe de Asturias, Amos Oz había obtenido ya el Premio Goethe, y al recibirlo en Francfort recordó en su discurso que un día se había jurado nunca poner un pie en Alemania. Agravios, de esos que uno arrastra como si se tratara de una caudal de piedras, tenía suficientes. Y en el discurso al recibir el premio Goethe dijo algo que me parece hoy más clave que nunca. Dijo que imaginar al otro es un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio. No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños, y aún de sus propios odios, por irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.
Si la buscamos, siempre hallaremos una salida al círculo vicioso de los rencores y las inquinas que se abren como llagas purulentas en la piel de aquellos que se sienten tan distintos de otros como para creerse contrarios de esos otros, adversarios, y por fin enemigos. Ser nada más tolerantes, se queda en una actitud condescendiente, como la de quienes habitan en una misma ciudad, pero en barrios separados, y aún cuando hablen la misma lengua, viven en una babel del espíritu, porque no quieren oírse, ni les interesa oírse.
No ha dejado Amos Oz de hablar un solo día sobre la necesidad de la paz y la concordia entre palestinos y judíos, por lo que también ha sido acusado de traidor por sus propios compatriotas, mientras, a su vez, hay palestinos que no terminan de tolerarlo.